Era periodista y murió el día del periodista. Se llamaba Aldemar Rojas Martínez

Periodista Aldemar Rojas Martínez

Artículo publicado en el diario El Quindiano el 10 de febrero de 2018 escrito por Miguel Ángel Rojas, Miembro de Número de la Academia de Historia del Quindío.

Aldemar Rojas Martínez miró el diagnóstico con la serenidad que siempre lo caracterizó: ‘cáncer gástrico’, dijo el médico. Lo sospechaba desde un año atrás. Pero se resistía a creerlo.

Se sentía joven, a pesar de sus 72 años. Era sábado, 29 de diciembre y en la calle se oía la algarabía de los vendedores de sahumerios, inciensos, luces, uvas y calzones amarillos para la buena suerte.

Aldemar salió del consultorio blandiendo su tristeza, sus ojos que casi nunca vi llorar, estaban encharcados, navegando en un recóndito océano de amarguras. Se puso al frente del volante de su viejo Willys 54, recorriendo con nostalgia las calles de la ciudad, aquellas calles que los vieron jugar de niño, cuando apenas eran estrechas vías adoquinadas, estas calles y sus esquinas que lo protegieron en las aciagas horas de la violencia partidista, aquellas calles que fueron cómplices de sus amores furtivos.

“Estoy muerto”, le contó a su tristeza. Eran las tres de la tarde. Arrimó a una cafetería y pidió pintadito con tostadas. Eso lo mataba. Pero ya no había tiempo de pensar en el estómago enfermo, sino en el gusto al paladar. Fue a su pequeña oficina en la zona del parque El Bosque y empezó a seleccionar los discos para su programa de radio dominical: Musicales del Recuerdo.

Lloró en silencio mientras escogía las canciones que durante 25 años había transmitido a los oyentes. Cada tango, cada bolero, cada milonga, cada vals, cada bambuco le hablaba de una historia personal, de una vivencia, de un sueño inspirado en mujeres, en amores, en pasiones, en los hijos que tanto amó, en la azarosa vida de periodista que lo obligó a huir de la muerte tantas veces. Pero ya no podía huirle más.

Recorrió los discos de larga duración, oyéndolos uno a uno, para escoger aquellos que serían parte de su último programa de Musicales del Recuerdo, el programa para despedirse. Percal: “…demasiado linda para seguir siendo pobre...te fuiste un día cuando Toño era joven...” era su predilecto.

Habló de las armas homicidas y de la paz en Colombia, pero sobre todo de la amistad. Su segunda canción fue: ‘El Suicida’. “…Adiós vida ingrata…”. En aquel programa puso a sonar la canción: La última despedida. Las voces de Silva y Villalba entonaron: “...hoy que emprendes el camino sin regreso queremos darte la última despedida...”.

Su voz cansada trataba de expresar frases firmes, serias, sin la sensación de estar enferma: “El mundo está lleno de fanfarrones en amistades”, dijo, y puso a sonar el tango: “…no quiero verte llorar, no, hoy no quiero verte sufrir…”.

Era diciembre, y entonces su programa dejó escuchar una canción alegre, pidiendo un regalito, un regalito de Navidad: ‘un nenito que diga papá y mamá’.

Tenía el valor suficiente, el estoicismo de los hombres buenos, de los que están en paz con la vida para llevar con altura ese sufrimiento que nos depara el saber que vamos a morir. Se había identificado con los que sufren. Era un hombre solidario, y muchos lo recuerdan porque alguna vez recibieron de su mano una ayuda en la vida.

Esa mañana del 29 de diciembre, su programa tronaba con tristeza para aquellos que sabíamos que esa voz se estaba despidiendo, con frases y canciones como esta: “Miseria que me llena de espanto porque no me quieres, quien sabe hasta cuándo seguiré esperando que cambie mi suerte, o que venga la muerte como bendición…”.

Desde un año atrás tenía una comunión permanente con su esposa, después de una larga separación, y le había dicho que harían un gran paseo juntos, solos, por blancas playas del Caribe, cuando Dios le brindara una mejoría en su salud. Pensando en ella, ese último domingo de diciembre programó Porfía... “ya no puedo enviar a tus oídos ni un suspiro, ni una frase de clamor…te amaré en el silencio, vida mía…”.

Sus sueños, sus ilusiones se escapaban. Se estaba yendo, con la valentía con que lo hacen los hombres buenos. Ese domingo sus hijos y sus nietos, sus yernos y sus nueras lo escuchábamos en la radio, cuando nos sorprendió con su despedida: “...todo nos llega tarde hasta la muerte…”.

Una caravana de carros lo esperaba en el parque los Fundadores para acompañarlo a la cafetería y panadería La Selecta de Circasia, donde con él, nos comimos todos los mejores buñuelos del mundo que tenía en la vitrina don Fernando Arias.

Es 31 de diciembre. Su tristeza es más profunda, pero trata de ocultarla. Con una voz cansada, pedregosa, inicia su último programa en la vida: Bailables de diciembre. Era una maratón de 8 horas con música decembrina de los años cincuenta. Solo estuvo en cabina hasta las una y treinta de la tarde, una hora y media. Le entregó el mando a sus hijos Miguel Ángel y Germán y recostó su famélica figura en un sofá, en una sala contigua, para leer el diario El Tiempo, incluso los reflexivos artículos del Periódico de la Universidad Nacional de Colombia. Desde ese sofá dirigía. Hasta cuando las sombras cubrieron el día y entonces despidió el programa, poco antes de las ocho de la noche, diciendo una oración.
Esa noche nos hizo bajar a una finca, en busca de un cliente, para que le pagara la cuña. Comió natilla y buñuelos. Llegó a su casa, se acostó, y jamás pudo volverse a levantar a pesar de su infinita fe en Dios.

Un cuarto del hospital San Juan de Dios lo albergó los últimos días. 29 para ser exactos. En su lecho, con sus hijos, recordó que había estudiado periodismo en una escuela de periodismo en Bogotá. Había trabajado en el diario El Liberal que dirigía Alberto Lleras Camargo. Laboró en varios medios en Santa fe de Bogotá y luego volvió a su tierra, donde se empleó en el Diario del Quindío, el periódico regional más importante que nació en los años cuarenta y cerró sus páginas en 1990.

Simultáneamente trabajó en Radio Gaceta de la Voz de Armenia al lado del mártir del periodismo regional, Celedonio Martínez Acevedo y don Germán Gómez Ospina. También lo hizo con don Alfredo Rosales en el semanario Satanás, una publicación local dedicada al humor, fundada en 1949. En ese entonces también trabajó en el reconocido noticiero Antena de Colombia de la Voz del Comercio.

Su vida corrió riesgos a cada instante, en cada palabra, en cada párrafo, en cada página, en los lingotes del linotipo, donde muchas veces tuvo que dormir por miedo a salir, en la madrugada, a las azarosas calles de entonces. Un liberal alzado en armas, antiguo inspector de carreteras, de nombre Pedro Marín, lo escoltó en esas noches tormentosas de los descabezados y los cortes de franela del terrorismo entre los partidos en la llamada Violencia partidista de los años 50 en Colombia.

A pesar de las amenazas, nunca abandonó a su partido, ni a su jefe. No practicó el fariseísmo, jamás se cambió de tolda política, siempre estuvo con Ancízar López López.
Trabajó en la emisora La Voz del Café en Pereira. También lo hizo en los radioperiódicos de La Voz Amiga y Onda Libre de la capital risaraldense. Allí laboró como redactor general y político de los periódicos Diario de Risaralda, El Imparcial y el Diario de Pereira.

Luego volvió a Bogotá para ser Jefe de redacción del noticiero de la prestigiosa emisora Radio Sutatenza. También garrapateo noticias en Radio Continental, Nuevo Mundo y Nueva Granada y fue editor político del Noticiero Caracol de Colombia. Simultáneamente trabajó como editor jefe del recién fundado periódico El Espacio.

Pero en los años setenta volvió al Diario del Quindío. Simultáneamente dirigió los noticieros: La Hora 20, y Sucesos y Comentarios en Radio Ciudad Milagro. Lo hizo también en el Noticiero Caracol del Quindío y Reportero Caracol, de Caracol y Radio Reloj; Noticiero Todelar, Radio Gaceta en la Voz de Armenia, y Tribuna Popular en Transmisora Quindío. Laboró igualmente como periodista redactor en RCN Armenia e inauguró el programa radial de música y comentarios: Musicales del Recuerdo.

Con sus hijos fundó en 1989 la revista Opinión Cafetera, que bajo su tutela hizo las investigaciones más sobresalientes del periodismo regional en toda la década de los años noventa. Esa posición valiente contra la corrupción y el desgreño administrativo le valió el retiro de toda la pauta de los gobiernos locales. Entonces Aldemar Rojas Martínez, en compañía de sus hijos, fundó la empresa editorial Opinión Cafetera, para, como él lo dijo: “hacer la revista sin mendigarle a nadie, con la dignidad que se merecen los medios de comunicación”. Esa empresa se la llevó el terremoto del 25 de enero de 1999.

El periodismo fue su vocación y su trabajo de toda la vida.

Su voz se calló hace 16 años un día del Periodista, como el que celebramos por estas calendas. Se fue rodeado por el amor de su compañera en todas las batallas, su esposa Offir Arias, y sus hijos...Su voz se apagó, pero sus enseñanzas, sus inconmensurables sensibilidad y pasión por el periodismo y la ciudad, siguen vivas, están aquí, en El Quindiano.


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