Armando Rodríguez Jaramillo. Miembro de la Academia de Historia del Quindío.
Nota: Artículo publicado el 04 de junio de 2014 en Quindiópolis que recoge remembranzas del autor de lo que fueron las llegadas de la Vuelta a Colombia y otras competiciones como el Clásico RCN a la ciudad de Armenia en los años sesena y setenta.
Recuerdo de niño que la Vuelta a Colombia paralizaba al país
durante dos semanas. Era el espectáculo callejero por excelencia, el deporte
que todos podíamos disfrutar sin necesidad de comprar boleto.
Por aquellos años de finales de los sesenta e inicios de los setenta
no había transmisiones en directo de televisión. Eran las épocas en las que la
Cadena Radial Colombiana (Caracol), Radio Cadena Nacional (RCN) y el Circuito
Todelar de Colombia (Todelar), de los hermanos Tobón de La Roche, se disputaban
la sintonía con narraciones noveladas de lo que sucedía en plena carrera y de
los paisajes y poblados por donde pasaban, por eso no era extraño que nombraban
a Buga como “La ciudad señora”, a Tuluá como “la villa de Céspedes”, a Armenia
como “la Ciudad Milagro”, a Sevilla como “la capital cafetera de Colombia”, a
Pereira como “la ciudad de las puertas abiertas”, a Manizales como “la perla
del Ruiz”, a Anserma como “Santa Ana de los Caballeros”, a Riosucio como “la
perla del Ingrumá” y a Medellín como “la capital de la Montaña”.
Aquellas narraciones hicieron inmortales al “Campeón” Carlos
Arturo Rueda C. en Caracol y a Alberto Piedrahita Pacheco en RCN, así como a
los comentaristas Julio Arrastía Bricca y Héctor Urrego Caballero que aún nos
deleita con sus opiniones. Cómo olvidar aquellos estribillos de: “Al aire,
conecte, acción. En el aire la parabólica solar de su Caracol habano
transmitiendo desde la carretera y en movimiento que es lo importante”, o
la frase aquella de “porque la
experiencia no se improvisa, ché”.
Como muchas de esas transmisiones se hacían en difíciles
condiciones de trabajo y con limitada tecnología, aquellos rapsodas de los
caminos estiraban al máximo la imaginación para llenar cinco, seis o más horas
de transmisión continúa manteniendo el interés de los oyentes que quedábamos
como hipnotizados ante los receptores de radio. Años después, cuando las
transmisiones en directo del tour de I´Avenir y el de Francia, fue cuando
valoramos en su verdadera dimensión el ingenio de los periodistas deportivos colombianos
para narrar carreras como la Vuelta a Colombia, Cásico RCN, Domingo a Domingo y
la Vuelta a la Costa.
Como todos queríamos tener información actualizada de la carrera,
había unas libretitas de bolsillo en las que anotábamos lo que sucedía día a
día. Estas pequeñas libretas traían hojas para cada etapa con el perfil de la
ruta, sus premios de montaña, metas volantes, poblaciones, alturas sobre el
nivel del mar y distancias. También se anotaba en ellas los cinco primeros de
la etapa y los diez primeros de la general con sus tiempos, además de la
clasificación por equipos, metas volantes y montaña. De esta manera llevábamos
en el bolsillo de la camisa las estadísticas de la carrera como dicen hoy: en
tiempo real.
Los días de la Vuelta a Colombia llevaba al colegio mi radio
transistor Sanyo de cuatro pilas y tres bandas, con audífonos, estuche y correa
de cuero a manera de bandolera que una navidad reciente me había traído el Niño
Dios. El día de etapa en Armenia todos nos poníamos muy inquietos esperando a
que nos dejaran salir para ver la llegada.
A Armenia las etapas casi siempre llegaban de Cali o Ibagué.
Cuando venían del Valle entraban por Tres Esquinas siguiendo por la carrera 18
al norte para terminar en la Plaza de Mercado, otras veces viraban por la calle
21 para culminar en la Plaza de Bolívar. Cuando procedían de Ibagué, ingresaban
por la Curva del Diablo, pues no existía el puente sobre La Florida, cogían por
la carrera 12 hasta la Catedral y giraban en contravía al oriente por la calle
21 hasta la carrera 18, y por esta en dirección norte a la Plaza de Mercado.
Tres o cuatro horas antes las vías eran cerradas para el tráfico
automotor. En las calles apostaban soldados bordeando las aceras para evitar
que la gente, sobre todo la chiquillada, invadieran las calzadas. Ya en las
calles céntricas cercanas a la meta, ante la ausencia de barricadas, amarraban
manilas de los postes del alumbrado para contener la muchedumbre, lo que
obligaba a los soldados a templarlas y retemplarlas para tratar de mantener a
raya de andén a la multitud. Pero este esfuerzo era en vano, pues cuando
empezaba a llegar la caravana ciclística, todos nos emocionábamos y los
soldados se volvían privilegiados espectadores de primera fila, permitiendo que
las calles se angostaran peligrosamente.
Recuerdo una vez que la etapa venía de Ibagué con Cochise como
líder, y aprovechando que nos soltaron cuando los ciclistas venían pasando por
Cajamarca, decidí buscar acomodo en el sitio de meta. Entonces, armado con mi
Sanyo, me dirigí a la Galería. Sin importarme la aglomeración existente, me
abrí paso por la calle 16 para llegar a la carrera 18, pasando por la plaza
mayorista Gabriel Mejía hasta la esquina del café Ajedrez donde estaba la línea
de meta.
Sin saber cómo, entre empujón y empellón, de pronto me vi en
primera fila de observación con la manila mugrienta a la altura del pecho, y
con un soldado a la derecha halando hacia el sur, y otro, a mi izquierda,
templando la cuerda en dirección a San Francisco. Y yo allí, recibiendo envites
y codazos de parte de los que querían tener una mejor visual. Aguanté en este
ajetreo por más de una hora bamboleándome de un lado a otro entre la gente y la
cuerda, hasta que percibimos que se aproximaba la caravana lo que hizo que todos
nos inclináramos hacia adelante sacando la cabeza con el fin de constatar,
carrera 18 abajo, para ver si en realidad venían los ciclistas, mientras que la
masa seguía empujando con fuerza hacia la calle.
Entonces los del ejército respondieron halando con fuerza bruta la
manila lo que produjo una tremenda silbatina y nuevos empujones una y otra vez
hacia la calle hasta que la situación se volvió caótica e insoportable. Con
rapidez corrieron hacia la meta varios policías con bolillo de palo en mano
para reforzar a la soldadesca que se veía impotente, emprendiéndola contra los
que estábamos de primeros. Solo recuerdo un golpe seco en la cabeza en el
preciso instante en que Cochise Rodríguez cruzó la línea de meta ganando la
etapa, luego lo hicieron otros y otros, pero el aturdimiento y el chichón que
empezaba a aparecer me desconcentraron de la carrera. Nunca más quise volver a
ver la llegada en el sitio de meta.
La Vuelta a Colombia volvía las calles en un barullo ensordecedor
pues en cada local comercial, tienda y almacén se ponía a todo volumen un radio
o una radiola que amplificaba a los narradores deportivos, sonido que se
magnificaba con el volumen de los radios transistores formando un eco
ensordecedor. Las primeras señas de que se aproximaba la caravana era la
llegada, una hora antes, de los transmóviles que venían a coger ubicación, pues
los ciclistas al bajar del alto de La Línea lo hacían tan rápido que los
locutores debían adelantarse para llegar antes que ellos a Armenia y así poder
narrar el final de la etapa.
Entre los primeros en arribar estaban las motos de la policía de
carretera abriendo vía, después venían camionetas y taxis cual talleres
rodantes contratados por los patrocinadores de los equipos con ruedas de
bicicleta en la parte de arriba prestos a asistir a sus ciclistas, luego
surgían los carros de las autoridades y jueces de la carrera con luces rojas y
sirenas, detrás hacían su aparición los narradores y comentaristas estrellas en
transmóviles parecidos a las patrullas de la policía que llamábamos “bolas”,
vehículos a los que les hacían un orificio en la parte superior para que por él
se asomara, de la cintura para arriba, el narrador con cachucha de ciclista,
audífonos de diadema, micrófono en la mano derecha y con la otra puesta sobre
la oreja izquierda. Esta era la señal inequívoca que se aproximaban los
punteros, claro está que a esas alturas ya habíamos tenido que aguantar uno que
otro ciclista aficionado que se colaba, lo que producía el inmediato correteo
de soldados y policías para retirarlo de la calle en medio del abucheo del
respetable.
Luego quedaba un silencio misterioso, expectante, y el corazón
palpitaba fuerte en medio de una extraña sudoración. De pronto se sentía a lo
lejos un sonido de multitud que se aproximaba volviéndose más y más fuerte,
parecido a esa sensación que se vive en los estadios cuando el público hace la
ola y uno siente cuando se aproxima y también cuando se aleja. Era una gritería
sorda que emocionaba los espíritus y producía adrenalina pura, era como saber
que se aproximaba una locomotora de gente que te iba a atropellar. De inmediato
todos queríamos dar un paso hacia la calle para ver con nuestros propios ojos
lo que se avecinaba formando verdaderos embudos humanos. Pero ese ruido
tumultuoso era una ilusión pasajera que venía con los ciclistas y seguía tras
ellos como la ola de los estadios.
Era un espectáculo fugaz, dos horas de empujones y de sol para ver
pasar a los héroes de la jornada. Fue así como conocimos a Martín Emilio
“Cochise” Rodríguez, Javier “el Ñato” Suárez, Roberto “Pajarito” Buitrago, Luis
H. Díaz “la bala colombiana”, Carlitos Montoya “la brujita del Valle”, Gabriel
Halaix Buitrago, Rubén Darío Gómez “el tigrillo de Pereira”, Juan de Dios
“Escobita” Morales, Pedro J. Sánchez “el león del Tolima”, Álvaro Pachón,
Miguel Samacá y al ciclista de la tierra Carlos Arturo Gómez. Fueron los años
en los que se dejó de correr por el departamento de origen para darle paso a
patrocinadores como Relojes Pierce, Singer, Postobón, Wrangler Caribú,
Aseguradora Suramericana, Telecom, Café
Águila Roja y Edis (Empresas Distrital de Servicios de Bogotá).
Por esos años se disfrutaba hasta con los coleros que arribaban
con la lengua afuera, ciclista para los que también había una voz de aliento y
un aplauso. Muchos de estos pedalistas no tenían equipo y participaban gracias
al patrocinio familiar o a la generosidad de amigos cercanos.
No existían podios para las premiaciones ni cámara de televisión
ni lindas modelos, sólo micrófonos y tumultos. Todos queríamos tocar a los
héroes que venían sudorosos y oliendo a calzoncillo de ciclista. Y cuando la
emoción en la meta bajaba, los pedalistas, con bicicleta en mano, salían a pie
para sus hoteles.
Al final de la etapa contábamos una y otra vez lo que habíamos
visto. Por la tarde, al salir del colegio, rondábamos los hoteles con la
ilusión de ver a los ídolos, héroes domadores de los caballitos de acero como
llamaban las bicicletas de entonces. Montábamos guardia frente al Embajador,
Izcay, Palatino, Atlántico e Imperial esperando por nuestros ciclistas
preferidos, esos que en ocasiones se asomaban a las ventanas, de las que
pendían camiseta y calzoncillos en secado, para saludar a sus seguidores.
Épocas aquellas de ciclistas sobre pesadas bicicletas pedaleando
cientos de kilómetros por carreteras que parecían trochas, deportistas íntegros
que corrían motivados más por rivalidades regionales que por los colores de su
patrocinador, que competían con ganas, pero sin los medios para hacerlo, que
repartían su tiempo entre el trabajo y las competencias ciclísticas. Fueron los
que abrieron el camino y mostraron la gran capacidad innata del ciclista
colombiano reconocida a nivel mundial.
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