Palabras de John Jaramillo Ramírez el 14 de octubre de 2014

Palabras pronunciadas en la iglesia de San Francisco de Armenia por el miembro de la Academia de Historia del Quindío, John Jaramillo Ramírez, durante la imposición del Cordón de Los Fundadores por parte de la alcaldesa Luz Piedad Valencia Franco en el marco de la celebración de los 125 años de la ciudad de Armenia el 14 de octubre de 2014.


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En el principio fueron los ríspidos breñales antioqueños que abrieron los pliegues de sus montañas  para acoger,  no a empenachados hidalgos primogénitos sino a una hueste de segundones sin un maravedí en la faltriquera, que presintieron que en estas nuevas tierras estaba su futuro y dejaron sin dolor las áridas y amarillentas  mesetas de las dos Castillas, los pazos gallegos y las quintanas astures enmarcados en un paisaje de nieblas  perfumadas con el heno de sus praderas, los caseríos de las vascongadas que caen a pique sobre el Cantábrico, los casales de las berroqueñas tierras de Aragón, los cigarrales manchegos inmortalizados por el Greco, las masías catalanas rumorosas de sardanas, las barracas valencianas reflejadas en el Mare Nostrum  latino  y los cortijos borrachos de sol de Andalucía.

Entre esa turbamulta de hombres  que se jugaban todo por la ilusión de un mañana mejor, llegaron mis ancestros. Desde Zafra, en la ilímite planicie extremeña, llegó un Jaramillo de Andrade, pendenciero y busca ruidos; desde Ayamonte,  en las lindes con las tierras lusas, salió un Ramírez de Coy, leguleyo y escribano; Sangüesa, en tierras navarras, vio partir un Arango Valdés, fanfarrón y aventurero y un poco más lejos en Liguria,  un navío hinchaba sus velas trayendo en su pasaje a un Botero, ahorrativo como todos los genoveses.

En todos alentaba la idea de llegar a una nueva Jauja y fueron ellos y muchos más los que domeñaron esos nidales de águilas rampantes para convertirlos en la  Antioquia maternal, nutricia y generosa.

Pero al culminar esta empresa, otra vez el ansia de horizontes comenzó a cantar en su alma y ponen su mirada en el sur. Allí veían que una ceja de oro soterrada los  esperaba  para que la sacaran a la luz .  En las tierras  que habían dominado Carlacá, Joriguá, Cocurga, Chambirena estaba escondida entre la selva  tupida y procelosa, selva que tenía un extraño poder de intimidación, pero no para los recios paladines que se habían propuesto  dominarla, poblarla y convertirla en fecunda tierra de promisión.

Se inicia entonces esa epopeya de titanes que fue la colonización antioqueña. Desde Abejorral, La Unión, Rionegro, La Ceja, Sonsón, parten esos jayanes,  emblema de una raza que por todo equipaje  solo contaban con un hacha  y por toda protección un viejo escapulario. Bien hubieran merecido esos campeadores, que a su paso fueron dejando un rosario de pueblos y ciudades, que fueran inmortalizados en un poema de tintes homéricos.

Al sur, siempre al sur. Aguadas, Salamina, Santa Rosa de Cabal, Manizales, Pereira, solo fueron jalones en esa ruta. Y un día se abre ante sus ojos el vasto panorama  de la Hoya del Quindío y comprendieron que este era el lugar donde habrían de echar raíces.

En aquellos varones se daban dos cualidades excepcionales: el sentido práctico y la fantasía. Hora tras hora, en jornadas interminables, los brazos iban modelando los ambiciosos sueños de la mente, en un proceso que no conoció treguas ni claudicaciones. Poco a poco fueron domeñando el monte hirsuto. Las hachas cantaban su canción entre la fronda y al caer abatidos los añosos caracolíes dejaron contemplar el cielo  más azul y limpio de la patria. Esos hombres que habían descendido de la montaña, en lucha a muerte con las fieras, domeñaron la selva.

Esta tierra opima y ubérrima los embrujó y el ansia de nuevas lejanías y paisajes quedó olvidada. El sol de cada aurora vino a desmadejar sus oros sobre el rancho de vara en tierra; el maizal levantó sus espigas y apoyada en sus tallos se enroscó la frisolera; el tabacal se llenó de hojas, que después habrían de embalsamar las noches al arder en las calillas que fumaban nuestros abuelos; la platanera, recuerdo de la raza de Cam que desde el África la trajera, desplegó sus hojas de raso y después  el cafeto, frutecido de grana, cubrió de rubor las sementeras.

Pero su empeño iba más allá y cualquier día surgió el hombre providencial que tuvo la idea luminosa de fundar un pueblo. Ese hombre fue “El Tigrero”; el salamineño Jesús María Ocampo Toro quien supo concitar las voluntades que habrían de acompañarlo en su gesta. Y en un día de Octubre, hoy hace ciento veinticinco años, mientras los goterones de lluvia  se escurrían desde el techo de hojas de platanillo que cubrían el rancho que había levantado don Ignacio Martínez, treinta hombres, cuyas figuras parecían arrancadas de un lienzo de Zuloaga o de los murales de Vásquez Díaz en La Rábida, esos hombres que parecían hidalgos escapados de las páginas de Pereda, espantando el frío bajo sus ruanas  y calentando el alma con el trago de “resacao”, ponen el sello de su hidalguía en el acta fundacional de nuestra ciudad.

Armenia se hizo a pulso. Para trazar sus calles no hubo necesidad de ingenieros y teodolitos. Un pedazo de cabuya y una vara de guadua le bastaron a don Joaquín Buitrago.  Arrullada por las brisas que venían desde Corocito y Peñas Blancas, olorosas a cedro negro y comino crespo, empezó su andadura. El ímpetu y la bizarría de sus fundadores la encauzaron por rutas de progreso. Se habló entonces de rieles y locomotoras, trenes y carreteras, palabras desconocidas entonces en el diccionario de la posibilidad. Vino entonces la  multiplicidad de los brazos y de los esfuerzos, y como consecuencia, la acción conjunta, ordenada, silenciosa. Y esos mismos brazos que habían blandido el hacha,  empuñaron el martillo y la maceta para clavar los polines, soporte de los rieles  por donde arribaría  la locomotora con su airón de humo que era como el incienso del progreso y que luego habría de llevar  hasta el calmo mar de Balboa lo que esta tierra ha dado con magnificente prodigalidad.

Y como en el lema olímpico, más rápido, más alto, más fuerte, se pensó en que el progreso también habría de desgajarse desde  las nubes. Y así fue como el 21 de Diciembre de 1929, en el primigenio campo aéreo de Santa Ana, el aviador Burckardt, aterrizaba en la aeronave “Gaviota” de la Scadta, inaugurando el servicio de correo aéreo, que lastimosamente se vio  interrumpido por el conflicto con el Perú y solamente en 1948  miramos nuevamente hacia el cielo para ver descender en El Edén otra aeronave  que habría de incorporarnos definitivamente a las rutas aéreas de Colombia.

Luego, los hijos del cuyabro, hacedores del milagro, amantes como nadie de la libertad y que jamás han sabido tolerar el peso de yugos y cadenas, decidieron que necesitaban nuevas alas para volar más alto y emprendieron la cruzada redentora que habría de culminar con la creación del Departamento del Quindío.

Pero también el dolor y el llanto forman parte de su historia. Aquel 10 de abril de 1903 cuando sangre inocente manchaba el polvo de sus calles al impulso salvaje de las hordas de Echavarría; o cuando en 1935 una orgía de llamas consumiera las viejas galerías, y más cerca, cuando la tierra encabritada decidió ensañarse con Armenia. Pero desde las lágrimas, las cenizas y los escombros, hemos sido capaces de levantarnos, porque el alma de los cuyabros es indomable y sus hijos saben crecerse  ante cualquier reto para demostrar la supremacía  de esa casta de cíclopes que fincaron aquí sus esperanzas, la hicieron grande, y que cuando sonó el toque de silencio  y fueron llamados a calificar servicios,  pudieron cerrar sus ojos llevándose en sus pupilas el paisaje de esta tierra que había fertilizado su sudor y que se abría para acogerlos en su regazo  con ternura maternal.

Esa es Armenia, la mía, la de ustedes, la nuestra. Esa es la Armenia que yo aprendí a amar. Esa es la Armenia por la cual vale la pena  luchar, servirla, entregarle lo mejor de nosotros mismos. Armenia no merece ser nido de desencuentros y rencillas. Armenia es la madre común  y debemos juntar voces, esfuerzos y corazones  para que cada día sea más grande y más próspera. Depongamos los odios y los intereses personales; volvamos a los días en que la palabra civismo era el santo y seña de nuestra ciudad y que cuando veíamos tremolar  al viento de este dulce rincón de amor los colores de su bandera, sentíamos que el asta que la sostenía estaba afincada en nuestro corazón.

En esta fecha estelar  en los destinos de nuestra Ciudad Milagro, la Alcaldía de Armenia  ha tenido el gran acierto  de condecorar con el Emblema de Amor a Armenia a María del Socorro Jaramillo Velásquez, a quien le sobran merecimientos para ostentarla.  En su inmenso amor por el terruño  siempre ha estado dispuesta a prestar su  colaboración y apoyo  a todos los empeños que aquí surgen y nada más justo  que la Villa del Tigrero  le testimonie su gratitud  con este simbólico emblema.

Señora Alcaldesa de Armenia, Doctora Luz Piedad Valencia Franco: La administración que usted preside  me abruma al otorgarme la máxima presea  de mi ciudad, de esta ciudad de la cual dijera nuestra inmensa Carmelina que es “ irrevocablemente amada.”

Para usted y los miembros de la Junta de la Orden de los Fundadores, lo mismo que  para las entidades y personas  que gentilmente tuvieron a bien postularme, vaya el sentimiento de mi incancelable gratitud.

Al recibir este galardón, siento que es Armenia, en su máximo símbolo, la que reposa hoy sobre mi corazón. Sobre este cansado y agotado corazón  que siente la infinita nostalgia de no poderlo compartir con  quienes fueron cátedra viva de civismo,  me enseñaron que Armenia era norte y guía ,  y servirla, la máxima satisfacción: mis padres

A todos ustedes, amigos queridísimos que con generosidad infinita me acompañan,  muchísimas gracias.


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