-------------------------------------------------------------
En el principio fueron los ríspidos breñales
antioqueños que abrieron los pliegues de sus montañas para acoger,
no a empenachados hidalgos primogénitos sino a una hueste de segundones
sin un maravedí en la faltriquera, que presintieron que en estas nuevas tierras
estaba su futuro y dejaron sin dolor las áridas y amarillentas mesetas de las dos Castillas, los pazos
gallegos y las quintanas astures enmarcados en un paisaje de nieblas perfumadas con el heno de sus praderas, los
caseríos de las vascongadas que caen a pique sobre el Cantábrico, los casales
de las berroqueñas tierras de Aragón, los cigarrales manchegos inmortalizados
por el Greco, las masías catalanas rumorosas de sardanas, las barracas
valencianas reflejadas en el Mare Nostrum
latino y los cortijos borrachos
de sol de Andalucía.
En todos alentaba la idea de llegar a una nueva Jauja
y fueron ellos y muchos más los que domeñaron esos nidales de águilas rampantes
para convertirlos en la Antioquia
maternal, nutricia y generosa.
Pero al culminar esta empresa, otra vez el ansia de
horizontes comenzó a cantar en su alma y ponen su mirada en el sur. Allí veían
que una ceja de oro soterrada los
esperaba para que la sacaran a la
luz . En las tierras que habían dominado Carlacá, Joriguá, Cocurga,
Chambirena estaba escondida entre la selva
tupida y procelosa, selva que tenía un extraño poder de intimidación,
pero no para los recios paladines que se habían propuesto dominarla, poblarla y convertirla en fecunda
tierra de promisión.
Se inicia entonces esa epopeya de titanes que fue la
colonización antioqueña. Desde Abejorral, La Unión, Rionegro, La Ceja, Sonsón,
parten esos jayanes, emblema de una raza
que por todo equipaje solo contaban con
un hacha y por toda protección un viejo
escapulario. Bien hubieran merecido esos campeadores, que a su paso fueron
dejando un rosario de pueblos y ciudades, que fueran inmortalizados en un poema
de tintes homéricos.
Al sur, siempre al sur. Aguadas, Salamina, Santa Rosa
de Cabal, Manizales, Pereira, solo fueron jalones en esa ruta. Y un día se abre
ante sus ojos el vasto panorama de la
Hoya del Quindío y comprendieron que este era el lugar donde habrían de echar
raíces.
En aquellos varones se daban dos cualidades
excepcionales: el sentido práctico y la fantasía. Hora tras hora, en jornadas
interminables, los brazos iban modelando los ambiciosos sueños de la mente, en
un proceso que no conoció treguas ni claudicaciones. Poco a poco fueron
domeñando el monte hirsuto. Las hachas cantaban su canción entre la fronda y al
caer abatidos los añosos caracolíes dejaron contemplar el cielo más azul y limpio de la patria. Esos hombres
que habían descendido de la montaña, en lucha a muerte con las fieras, domeñaron
la selva.
Esta tierra opima y ubérrima los embrujó y el ansia de
nuevas lejanías y paisajes quedó olvidada. El sol de cada aurora vino a
desmadejar sus oros sobre el rancho de vara en tierra; el maizal levantó sus
espigas y apoyada en sus tallos se enroscó la frisolera; el tabacal se llenó de
hojas, que después habrían de embalsamar las noches al arder en las calillas
que fumaban nuestros abuelos; la platanera, recuerdo de la raza de Cam que
desde el África la trajera, desplegó sus hojas de raso y después el cafeto, frutecido de grana, cubrió de
rubor las sementeras.
Pero su empeño iba más allá y cualquier día surgió el
hombre providencial que tuvo la idea luminosa de fundar un pueblo. Ese hombre
fue “El Tigrero”; el salamineño Jesús María Ocampo Toro quien supo concitar las
voluntades que habrían de acompañarlo en su gesta. Y en un día de Octubre, hoy
hace ciento veinticinco años, mientras los goterones de lluvia se escurrían desde el techo de hojas de
platanillo que cubrían el rancho que había levantado don Ignacio Martínez,
treinta hombres, cuyas figuras parecían arrancadas de un lienzo de Zuloaga o de
los murales de Vásquez Díaz en La Rábida, esos hombres que parecían hidalgos
escapados de las páginas de Pereda, espantando el frío bajo sus ruanas y calentando el alma con el trago de
“resacao”, ponen el sello de su hidalguía en el acta fundacional de nuestra
ciudad.
Armenia se hizo a pulso. Para trazar sus calles no
hubo necesidad de ingenieros y teodolitos. Un pedazo de cabuya y una vara de
guadua le bastaron a don Joaquín Buitrago.
Arrullada por las brisas que venían desde Corocito y Peñas Blancas,
olorosas a cedro negro y comino crespo, empezó su andadura. El ímpetu y la
bizarría de sus fundadores la encauzaron por rutas de progreso. Se habló
entonces de rieles y locomotoras, trenes y carreteras, palabras desconocidas
entonces en el diccionario de la posibilidad. Vino entonces la multiplicidad de los brazos y de los
esfuerzos, y como consecuencia, la acción conjunta, ordenada, silenciosa. Y
esos mismos brazos que habían blandido el hacha, empuñaron el martillo y la maceta para clavar
los polines, soporte de los rieles por
donde arribaría la locomotora con su
airón de humo que era como el incienso del progreso y que luego habría de
llevar hasta el calmo mar de Balboa lo
que esta tierra ha dado con magnificente prodigalidad.
Y como en el lema olímpico, más rápido, más alto, más
fuerte, se pensó en que el progreso también habría de desgajarse desde las nubes. Y así fue como el 21 de Diciembre
de 1929, en el primigenio campo aéreo de Santa Ana, el aviador Burckardt,
aterrizaba en la aeronave “Gaviota” de la Scadta, inaugurando el servicio de
correo aéreo, que lastimosamente se vio
interrumpido por el conflicto con el Perú y solamente en 1948 miramos nuevamente hacia el cielo para ver
descender en El Edén otra aeronave que
habría de incorporarnos definitivamente a las rutas aéreas de Colombia.
Luego, los hijos del cuyabro, hacedores del milagro,
amantes como nadie de la libertad y que jamás han sabido tolerar el peso de
yugos y cadenas, decidieron que necesitaban nuevas alas para volar más alto y
emprendieron la cruzada redentora que habría de culminar con la creación del
Departamento del Quindío.
Pero también el dolor y el llanto forman parte de su historia.
Aquel 10 de abril de 1903 cuando sangre inocente manchaba el polvo de sus
calles al impulso salvaje de las hordas de Echavarría; o cuando en 1935 una
orgía de llamas consumiera las viejas galerías, y más cerca, cuando la tierra
encabritada decidió ensañarse con Armenia. Pero desde las lágrimas, las cenizas
y los escombros, hemos sido capaces de levantarnos, porque el alma de los
cuyabros es indomable y sus hijos saben crecerse ante cualquier reto para demostrar la
supremacía de esa casta de cíclopes que
fincaron aquí sus esperanzas, la hicieron grande, y que cuando sonó el toque de
silencio y fueron llamados a calificar
servicios, pudieron cerrar sus ojos
llevándose en sus pupilas el paisaje de esta tierra que había fertilizado su
sudor y que se abría para acogerlos en su regazo con ternura maternal.
Esa es Armenia, la mía, la de ustedes, la nuestra. Esa
es la Armenia que yo aprendí a amar. Esa es la Armenia por la cual vale la pena
luchar, servirla, entregarle lo mejor de
nosotros mismos. Armenia no merece ser nido de desencuentros y rencillas.
Armenia es la madre común y debemos
juntar voces, esfuerzos y corazones para
que cada día sea más grande y más próspera. Depongamos los odios y los
intereses personales; volvamos a los días en que la palabra civismo era el
santo y seña de nuestra ciudad y que cuando veíamos tremolar al viento de este dulce rincón de amor los
colores de su bandera, sentíamos que el asta que la sostenía estaba afincada en
nuestro corazón.
En esta fecha estelar
en los destinos de nuestra Ciudad Milagro, la Alcaldía de Armenia ha tenido el gran acierto de condecorar con el Emblema de Amor a
Armenia a María del Socorro Jaramillo Velásquez, a quien le sobran
merecimientos para ostentarla. En su
inmenso amor por el terruño siempre ha
estado dispuesta a prestar su
colaboración y apoyo a todos los
empeños que aquí surgen y nada más justo
que la Villa del Tigrero le
testimonie su gratitud con este
simbólico emblema.
Señora Alcaldesa de Armenia, Doctora Luz Piedad
Valencia Franco: La administración que usted preside me abruma al otorgarme la máxima presea de mi ciudad, de esta ciudad de la cual
dijera nuestra inmensa Carmelina que es “ irrevocablemente amada.”
Para usted y los miembros de la Junta de la Orden de
los Fundadores, lo mismo que para las
entidades y personas que gentilmente
tuvieron a bien postularme, vaya el sentimiento de mi incancelable gratitud.
Al recibir este galardón, siento que es Armenia, en su
máximo símbolo, la que reposa hoy sobre mi corazón. Sobre este cansado y
agotado corazón que siente la infinita
nostalgia de no poderlo compartir con quienes
fueron cátedra viva de civismo, me
enseñaron que Armenia era norte y guía , y servirla, la máxima satisfacción: mis padres
A todos ustedes, amigos queridísimos que con
generosidad infinita me acompañan, muchísimas gracias.
0 Comentarios