La tenacidad del guaquero

Por: Jaime Lopera Gutíerrez. Presidente de la Academia de Historia del Quindío.
Armenia, febrero de 2005

Hace poco se cumplieron los ochenta años de la publicación de Recuerdos de la Guaqueria en el Quindío (Editorial Cromos, Bogotá, 1924) de Luis Arango Cardona, vecino de La Tebaida en el Quindío, quien hizo con esa obra un enorme aporte a la arqueología y a las historiografías nacionales como relator del oficio de guaquero.

El libro se comenzó a escribir en abril de 1918 y se inicia con una afirmación inusual: que la Hoya del Quindío (con más de “cien leguas cuadradas de superficie”) sólo estaba poblada por indios quindos y pijaos que tenían como jefe al Rey Calarcá. A este cacique le dedica Arango muchísimas páginas, incluso ensayando una semblanza de su figura como si lo hubiese visto en un acto de ocultismo. Mucho más tarde se supo que el pijao Régulo Calarcá (como lo bautizó la Comisión Codazzi) solo visitaba en ocasiones al Quindío de paso para Buga y Cartago.

Entreverado con mucha imaginación del autor, y señales de invocaciones a menudo profanas, el libro de Arango es una suma de observaciones sobre las tareas del guaquero. La descripción sobre las clases de guacas (circulares, con tambores; y de escuadra, con cajones, tajos abiertos y matecañeras), son una muestra de la variedad de las tumbas aborígenes, y de los aventureros que poblaron la región en el cuarto final del siglo XIX y principios del XX.

La sociología de la guaqueria, si así puede llamarse, era también la de un conjunto de individuos que se ocupaban de este trabajo con una pasión inigualable. Los roles del “gastero” capitalista y del socio industrial, no pueden comprenderse sino por la clase de negocios que ellos hacían, los derechos personales que se otorgaban y las venganzas personales por la trasgresión en estas sociedades de hecho. Fue mediante estas asociaciones que se descubrió la guaca La Soledad, cerca de Filandia, de donde salieron las excepcionales piezas quimbayas que hoy reposan en un museo de España.

Hace rato me estoy imaginando al autor cuando abandona sus quehaceres de arqueólogo para sentarse en un corredor de su finca a escribir, con letra lenta y menuda, ese enorme manuscrito que le envió por correo a don Luis Tamayo, a la sazón dueño de la revista Cromos, para que lo imprimiera por su cuenta. Luego lo veo repartiendo gratis el libro entre sus amigos (incluso al científico francés Paul Rivet le envió un ejemplar), hasta que un cura decide meterle pleito por ciertas afirmaciones de “renegado” que dice contener. El periplo del libro, que finaliza cuando el juez Eleuterio Serna lo absuelve en Armenia, es una muestra elocuente de la perseverancia del autor.

Después de todo, creo que guaquero es sinónimo de tenacidad. No obstante, entre la imagineria y las descripciones inagotables, que a veces se hacen repetitivas e incoherentes, Luis Arango escribió un libro auténtico y hasta ahora irrepetible. Fuente obligada de los historiadores de esta zona, las memorias de la guaqueria son un testimonio original que le merece mas detalle y análisis al ojo de los antropólogos. En consecuencia, alguien deberá ocuparse algún día de la hermenéutica y de una nueva edición facsimilar.


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