Por: Álvaro Hernando Camargo Bonilla. Academia de Historia del Quindío.
El Combate de Las Cañas
El Combate de Las Cañas
26 de julio de 1813.
Destacar y
recapitular la memoria eco-histórico-cultural del Camino del Quindío, es
revitalizar nuestra historia desde sus más tempranos inicios, e incentivar a
los Quindianos a la búsqueda de nuevos elementos históricos, culturales y ecológicos,
que apremien la construcción histórica de la Quindianidad.
En el desarrollo de
las movilizaciones de independencia, el Camino fue necesario para el tránsito
de ejércitos procedentes de Santafé hacia el occidente con el propósito de
apoyar a las regiones de la gobernación de Popayán, leales a la causa
libertaria.
Algunas de las
contiendas armadas de la causa libertaria se presentaron en inmediaciones del
Camino del Quindío, en la vereda las Cañas del Municipio de Alcalá, en límites
con la vereda Las Pavas, de Filandia.
En 1813, el ejército
español en cabeza de Juan Sámano, invadió al Cauca, los patriotas se replegaron
de Popayán hacia Cartago. Unos 150 patriotas procedentes de Popayán se unieron
al francés Manuel Roergas de Serviez, comisionado por el gobierno de Santafé
para reforzar las tropas. Sámano ocupó a Cartago, con 1.000
hombres, y el 26 de julio de 1813 se enfrentó a Serviez, en Las cañas o “Cerrogordo”.
Los patriotas con la
expectativa de obtener refuerzos militares procedentes de Ibagué, deciden
emprender la retirada por el camino del Quindío hasta Piedra de Moler, ribera
derecha del río de La Vieja, y así tomar la ofensiva contra Sámano. Infructuosa espera porque no llegaron los
refuerzos, no obstante éstos haber arribado a Ibagué: no tenían autorización de
proseguir su marcha hacia Cartago.
Después de vadear el
rio, continuaron su retirada por el camino y obtuvieron noticia de que el
ejército enemigo podía interceptarlos marchando por una ruta similar y que
llevaba hasta el punto de El Roble; entonces aligeran su retirada, llegando a
Las Cañas, con la idea de encontrar allí el destacamento militar esperado, sin
hallar noticia alguna al respecto.
Sámano invade a
Cartago
La siguiente
descripción fue hecha por José Hilario López, en sus Memorias, en el Capítulo II. En 1813,
el ejército español en cabeza Brigadier Sámano. Invadió al Cartago y López,
militar caucano, muchos años después Presidente de la República entre 1849 y
1853, fue un actor protagonista de este suceso histórico.
“A pocos días
llegamos a Cartago, ya reducidos a cosa de 150 hombres. Allí encontramos al
teniente coronel francés Manuel Roergas de Serviez, recomendado por el gobierno
de Santafé para que se le diese servicio en nuestra columna. Llenos de confianza
esperábamos en Cartago los auxilios de tropas que se nos habían prometido en
Santafé; pero estos no llegaron nunca, y entre tanto el enemigo, aunque
lentamente, marchaba sobre nosotros.
Retirada hacia Piedra
de Moler.
El duro carácter de
Serviez había disgustado la tropa, de la cual desertó un tercio, quedando
reducida la columna como a 400 hombres. En tal estado de cosas se resolvió
continuar la retirada hasta Piedra de Moler, a la ribera derecha del río de La
Vieja, con el objeto de preservarnos de ser envueltos y de permanecer en
observación mientras, reforzados por las tropas de Santafé, podíamos tomar la
ofensiva.
En vano aguardábamos
los deseados auxiliares, pues aunque éstos habían llegado a Ibagué, no habían
recibido órdenes para continuar sus marchas y atravesar la montaña del Quindío.
Sámano ocupó a Cartago, con 1.000 hombres.
Serviez, que lo
observaba desde la cima de Cerrogordo, no pudo disimular el contento que sintió
al ver al general español y muchos de sus oficiales con quitasoles abiertos, y
riéndose a carcajadas como un insensato, ordenó que un destacamento de 25
hombres defendiese, a las órdenes del bravo capitán José Joaquín Quijano, el
acceso del cerro, mientras él iba a Piedra de Moler, distante más de media
hora, a traer el resto de la columna.
Éramos –dice
López--menos de 40 hombres los que marchábamos con el comandante Serviez; pero
íbamos llenos de resolución y confianza. A la altura de Cerrogordo, empezamos
a oír el fuego de fusil. Redoblamos en consecuencia nuestros pasos para
auxiliar oportunamente al capitán Quijano, pero esto era imposible. Este
bizarro oficial se defendía ya en retirada, porque le había sido imposible
impedir el paso con 25 hombres a una masa de 1.000, a quienes, no obstante,
disputaba el terreno palmo a palmo.
Habíamos perdido
algunos hombres, entre ellos a uno de nuestros mejores oficiales, el capitán
José María Barrionuevo (hoy teniente coronel), gravemente herido. Serviez
dispuso entonces que el teniente Manuel Antonio Pizarro (hoy teniente coronel)
con 12 hombres, permaneciese hasta nueva orden al pie de la barranca.
Confieso que pasé una
noche cruel, acosado de hambre, amenazado de riesgos positivos, pues nos
hallábamos a quemarropa y oíamos cuanto hablaban los realistas. Nuestra
seguridad la debimos a los troncos de los árboles que nos servían de parapeto.
Los enemigos tenían perros, y éstos latían incesantemente de la parte donde nos
encontrábamos, lo que les advertía nuestra aproximación, aunque en vez de
explorar el campo se contentaban con hacer grandes descargas dirigidas al pie
de la barranca. A las seis de la mañana habíamos repasado el río, y a las siete
continuamos nuestra retirada en el mejor orden y a la vista de las avanzadas
enemigas.
A poca distancia
ordenó Serviez hacer alto y defender un desfiladero llamado el Salto de la Parida, a
cuyo fin construimos parapetos e hicimos algunas palizadas. Más como llegó a
noticia de nuestro jefe que el enemigo podía cortarnos marchando por una ruta
paralela que iba a resultar en el punto de El Roble, a nuestra retaguardia,
continuó la marcha en retirada ya casi entrada la noche.
Rebelión en contra de
Serviez.
Al día siguiente
llegamos a Las Cañas, en donde se nos aseguraba que encontraríamos algunos
destacamentos auxiliares, que se sabía habían marchado ya de Ibagué, pero no
encontramos ni noticias. Serviez resolvió hacer alto allí hasta el último
extremo, siempre con la esperanza de los auxilios de Santafé, que esperaba de
un momento a otro.
Al segundo día se
reunieron los oficiales bajo unos guayabos, con el designio de quitar el mando
a Serviez, fundados en que los proyectos temerarios del jefe no podían producir
otro efecto que el sacrificio infructuoso del resto de la columna, reducida ya
a unos 70 hombres entre oficiales y tropa. La resolución había ya sido adoptada
unánimemente, y se iba a poner en ejecución, cuando el fuego del enemigo nos
anuncio un nuevo y desesperado combate.
Ya no era posible
deponer del mando a Serviez. La mayor parte de los oficiales huyó, y a su
ejemplo los dos tercios de la tropa. No quedaban haciendo frente sino el
comandante Serviez y los oficiales Pizarro, Molina y Esparsa con cosa de 20
soldados, entre los cuales estaba yo.
Serviez se pone a
nuestra cabeza. Unas veces dirige personalmente algunos tiros de metralla con
un miserable pedrero de hierro del calibre de a 3, que teníamos montado y atado
sobre unos estacones a falta de cureña; otras hace fuego con su carabina,
siempre animándonos con su heroico ejemplo. Más de media hora llevábamos de
combate, en que habíamos perdido al teniente Molina gravemente herido, y a la
mitad de nuestros 20 soldados. Pero Serviez no desconfía del éxito. Herido él mismo en
una pierna, ordena al más que valiente teniente Pizarro hacer una carga al
enemigo con seis hombres. Pizarro obedece lleno de energía.
Nos vamos a las
manos, y en la refriega perdemos 3 hombres. Un individuo del enemigo, más
valiente que los otros, nos obliga a replegar cargando denodadamente a la
cabeza de algunos soldados. Este, colocado tras un guayabo, había acertado dos
tiros. Serviez me ordena disparar sobre él, diciéndome: "Cadete, tira esa
canalla"; yo tuve la suerte de no fallarle. El individuo cayó muerto al
tiempo que me asestaba a unos treinta pasos de distancia. Después supimos que
este soldado era hermano del alférez Esparsa que nos acompañaba.
Serviez tuvo la
frescura de felicitarme dándome tres besos y un abrazo. Hombre sin igual,
todavía tomaba medidas a sangre fría, en medio de una situación tan crítica:
dispuso que salvásemos el pedrero haciéndolo cargar sobre una mula que estaba
tras un rancho, y ayudando él mismo a la operación, concluida ésta me ordenó
tirar la mula; mas al instante en que salí de la barraca, cayó el animal herido
a la vez de muchas balas. Todavía ordenó Serviez que quitásemos el cañón de
sobre la mula muerta y lo ocultásemos entre el bosque, lo que ejecutamos el
teniente Pizarro y yo.[1] En este tiempo ya estábamos solos los tres, y nos
salvábamos por el camino recto bajo una granizada de balas, y cargados a la
bayoneta, habiéndonos reunido después a unos 10 hombres más de los que habían
abandonado el campo antes que nosotros.
La retirada hacia la
montaña del Quindío.
No es posible
formarse una idea exacta de lo que sufrimos en nuestra retirada, atravesando la
desierta montaña del Quindío. Baste decir que no teníamos ni cobijas para
abrigarnos durante la noche en un país demasiado frío en muchos lugares,
principalmente en el Páramo. No nos alimentábamos sino de carne medio cruda de
mulas moribundas, que los pasajeros abandonan en semejantes parajes cuando se
han fatigado y estropeado en términos que no hay esperanza de salvarlas.
Dos de mis compañeros
cadetes, de los cuales uno de ellos es el señor Francisco Delgado y Scarpetta,
ya citado, fueron condenados por Serviez, en la retirada, a recibir 25 golpes
de vara sobre las espaldas porque se resistían a comer mula cuando el hambre no
había llegado a su término. Por fortuna los enemigos no nos persiguieron sino
algunas leguas, y nos dejaron hacer nuestro tránsito de seis días de montaña
hasta la llegada a Ibagué. Una jornada antes, en el sitio llamado Las Tapias, encontramos
ya algunos destacamentos de nuestros soldados auxiliares y un pequeño socorro
de víveres, que, gracias a su escasez, no nos causaron la muerte: tal fue la
avidez con que los devoramos. “A Ibagué llegamos a fines de julio de 1813.
Nuestra columna estaba entonces reducida a unos 20 oficiales y otros tantos
individuos de tropa.
Años después, el
general Jose Hilario López, haciendo un seguimiento del anterior relato,
afirmó:
El cañón no cayó en
manos del enemigo, y esto lo aseguro por la casual ocurrencia que voy a
referir: El año de 1851, en que, siendo yo presidente de la Nueva Granada, el
partido de oposición conspiró contra mi gobierno, se me dijo que "los
conservadores de Cartago tenían hasta cañones de artillería, pues se les había
tomado uno oculto en un bosque de Las Cañas". Yo, que recordaba la
circunstancia de que acabo de hablar en el fondo de esta historia, me imaginé
que el tal cañón debía ser el mismo que en nuestra derrota habíamos ocultado en
aquella montaña. Y en un viaje al Cauca en aquel tiempo, tuve ocasión de
verificar su identidad en presencia del coronel Manuel A bizarro, el mismo
teniente valeroso de Cerro Gordo y Las Cañas, que quiso acompañarme hasta este
último punto para recordar, sobre los mismos lugares, los acontecimientos de
treinta y ocho años atrás”.
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