El final de cada año que transcurre no es solo el balance de lo que hacemos o dejamos de hacer los seres humanos en nuestra vida social, familiar y comunitaria. Es también el análisis de las lacras y desgracias que nos acompañan. Una de ellas, el suicidio, ocurre en nuestro devenir cotidiano. Se convirtió en el peso de una carga histórica sobre nuestras conciencias. Además, a muchos les interesa solo conocer el indicador numérico de sus ocurrencias, pues es la cifra anual en el registro estadístico. Lo miramos con sentido de cifra comparativa, a través del número de casos, ya sean de acto consumado o intención suicida registrada.
Detrás de ellos se nos desvelan las tristes realidades. Suceden en cada ser humano que sufre, en cada persona que lo planea. O hasta en cada individuo que lo contempla -así sea vagamente- en un momento cualquiera de su existencia.
Sabemos del suicidio por la noticia publicada. Aún más, se nos convirtió en una obsesión, devorada con avidez, cuando ella se nos muestra tras un tortuoso titular. Cada caso relatado nos conlleva a la inacción para prevenir otros o se convierte en la campaña institucional para reforzar la atención profesional.
En los últimos días, en el Quindío, la cifra de suicidios ya rebasa el límite del medio centenar. Dos de ellos hirieron profundamente mi ser. Obedecen a los patéticos sucesos que reflejan la crisis profunda de las sociedades. El número 50, del 9 de noviembre de 2021, el de una adolescente de 15 años en Armenia. Como se comenta en la conseja popular, se fue “en la flor de su existencia”. El otro caso, durante la semana siguiente -y ya el número 52-, el de una joven indígena, perteneciente a uno de esos pueblos que emigraron hace décadas desde tierras de Caldas y se asentaron en un populoso barrio de la capital del Quindío. Ambos reúnen la particularidad en la ideación suicida, la desesperanza. Y -en el caso de la joven indígena-, el conflicto se agrava porque esa crisis ya es de identidad étnica, producida por el desplazamiento y el desarraigo de todo el conglomerado parental. Una tierra que les perteneció en el pasado lejano, es hoy la misma que los expulsa a otra que los rechaza. La información periodística que divulgó este caso nos brindó un detalle adicional. Hace un año, otra de sus hermanas se había suicidado.
La muerte joven, por decisión propia se enmarca en una problemática mayor, que ha aumentado después de la Covid-19. En un artículo del periódico El Tiempo, publicado en la página 1.6 del miércoles 6 de octubre de 2021, y en relación con un informe de Unicef este organismo señala que “por lo menos uno de cada siete niños y adolescentes de 10 a 19 años en todo el mundo tiene un problema de salud mental diagnosticado”. Más grave aún es el reporte del Instituto de Medicina Legal de Colombia, en el mismo artículo: “Entre enero y agosto de este año (últimas cifras disponibles) se han registrado en total 179 casos de menores de edad que perdieron la vida por suicidio”. Es inconcebible la especificación de aquellos lamentables casos: “De ellos,101 casos corresponden a menores de entre 15 y 17 años,76 fueron menores de 10 a 14 años, mientras que dos fueron en niños de 5 a 9 años”.
El registro histórico de suicidios en el Quindío nos revela también el desarrollo cíclico de sus crisis, pero también cómo fue la atención y reacción de la sociedad para las poblaciones más vulnerables, las más afectadas. En la década de los años 30 del siglo XX, Armenia fue testigo de una ola de suicidios de jóvenes, lo que se conoció como El club de los suicidas. Aunque hoy conocemos algunos detalles de aquellos sucesos, gracias a las crónicas escritas por don Germán Gómez Ospina en el semanario “La Opinión”, del año 1998, también supimos que la difusión de esos hechos fue ocultada por la prensa de la época. Así lo anota el sacerdote Ramón María Felip Rossell en su libro “El Suicidio”, publicado en 1938 por Editorial Zapata de Manizales, transcribiendo lo publicado por uno de los medios escritos (página 133): “...El radio, los periódicos y los corresponsales resolvieron no decir una palabra más. ‘Se matan para que los periódicos den la noticia’, llegaron a decir las personas más sensatas. Y el silencio se hizo en torno del último suicidio. Los familiares recibieron con esto relativa ayuda, y la sociedad pareció libre del terrible flagelo. Cuatro meses sin la noticia en la primera página de los diarios, y ya la tierra quindiana parecía haber borrado de sus campiñas el hálito diabólico. Así discurrían las mentes. La preocupación quitó de los rostros el ceño fatal...”
La crisis cafetera de la década de los 80 también llevó a un incremento de suicidios en el departamento y ello comprometió la humanidad de muchos ciudadanos que tomaron la fatal determinación, agobiados por deudas y conflictos. Sus familias sufrieron igualmente y ello se añadía a otros casos que se venían dando desde los años 70, motivados por decepciones amorosas. Como había ocurrido siempre, estos eventos de muerte autodeterminada fueron considerados como una sustancia más de la cotidianidad. O mejor, de la resignación social.
El panorama más doloroso se presentó después del terremoto de 1999, cuando aumentaron los suicidios de adultos mayores en pleno proceso de reconstrucción -y aun viviendo en improvisados albergues- la angustia de muchos antiguos propietarios los llevó a la fatal decisión. La naturaleza -en segundos- les había derrumbado sus viviendas humildes, construidas con mucho esfuerzo. Además de perder su único patrimonio, conseguido y construido con sus mesadas pensionales y ahorros, el desastre los envió a confinarse en la reclusión de un cambuche.
La sociedad -y nosotros como parte de ella- no ha respondido efectivamente ante el fenómeno creciente que nos apabulla. Se limita a caracterizar el suicidio, a tomarlo como material de análisis comparativo. O simplemente calla y se declara impotente ante su crecimiento. Se toman medidas de aviso y alerta institucional, pero no se ahonda en las soluciones. No se ven efectivos los planes de prevención, porque seguimos viendo la motivación suicida como un conflicto personal. Olvidamos que, como lo había anunciado el sociólogo francés Emilio Durkheim, en su obra clásica del siglo XIX sobre esta problemática, “un acto aparentemente espontáneo e individual como el suicida refleja las características de la sociedad en que se produce”.
Veinte años después del terremoto, las secuelas de aquel desastre se traducen en una considerable tragedia social, que ha llevado a la decisión trágica a muchos adolescentes que fueron concebidos, nacieron o crecieron en los alojamientos temporales o en las minúsculas viviendas de la reconstrucción. Muchos de estos sectores urbanos son hoy verdaderas bombas sociales, donde el proceso de La reparación del tejido social no fue la constante. Están estos barrios a reventar por la falta de oportunidades para sus jóvenes y en medio de entornos que envenenan la convivencia. Son algo así como los espacios donde crecen los “niños no futuros” del Quindío.
Ante el inocultable flagelo bien vale
la pensar en el compromiso de la familia, la escuela y la vecindad. Ello se
traduce en las recomendaciones -y en las acciones- de convertirnos en
escuchadores, y no oidores, en familia. En brindarnos, como vecinos, los
elementos que nos ayuden a construir un mejor sentido de la vida diaria y de la
cotidianidad. Así aprendemos a asumir una ética “de modo que parece prudente
adquirir un cierto saber vivir, que nos permita acertar” (Fernando Savater, en:
Ética para Amador).
Pero también, para el agente de cambio clave, el Estado, exigirle que cesen la exclusión, el privilegio y el clientelismo en las prácticas que siempre, desde la acción oficial, desconocen el potencial joven de las sociedades.
21 de noviembre de 2021
Roberto Restrepo Ramírez.
Academia de Historia del Quindío –
Académico de Número 4
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