Un trabajo de grado reciente de la universidad
de San Buenaventura Medellín Extensión Armenia, puso en valor una
interesante categoría. Los colonos urbanos es una denominación
que se refiere al nivel de apropiación del territorio de la ciudad, en este
caso de Armenia, donde una esquina, un andén o un pequeño sitio de ella es
ocupado, en el día o en la noche, para trabajar en el perímetro citadino. Los
colonos urbanos son aquellos personajes “que mejor conocen la dinámica de la
urbe, con sus cambios y transformaciones”. Son los hombres y mujeres
del entorno urbano que están siempre allí, en medio de su sencillez y
humildad, beneficiando el sentido de su ocasional estancia. Al contrario de los
colonos rurales, el espacio apropiado por ellos es protagonista sólo en un
momento cronológico y no es motivo de dominio permanente.
Las siguientes son seis pequeñas
semblanzas de ellos y ellas:
El colono amable.
Don Gerardino tiene nombre amable. Su presencia y figura
son rebosantes, aunque su pasado y su historia personal fueron escuálidas y
tristes. A sus dieciséis años escapó del campo, buscando nuevos
rumbos y fue la ciudad —varias en Colombia— su nueva morada. Tiene muchas
anécdotas para contar y gran repertorio para insumo de novela, porque la vida
difícil le ha entregado múltiples experiencias de aprendizaje. No
obstante prefiere recordar con cordura y disfrutar la vida con
soltura. Sus últimos años han sido los del colono urbano de una avenida
que cambió cien por ciento en la disposición física de la ‘Ciudad Milagro’ de
Colombia, la carrera 14 o Bolívar.
Las plácidas estancias y lujosos
apartamentos del norte de la ciudad son ahora su vecindario en el horario del
día, donde un puesto de dulces, lleno y multicolor de confites y
galletas, como su humanidad, ayudan a reforzar la imagen saludable de este
protagonista urbano.
No solo ha conocido la transformación urbanística del norte de Armenia, desde antes del terremoto de 1999, sino que conoce su vida social donde es el más confianzudo miembro de una comunidad que se solaza con la buena existencia. Después del trabajo vespertino, don Gerardino vuelve a su hogar, la antítesis de lo vivido horas antes.
No solo ha conocido la transformación urbanística del norte de Armenia, desde antes del terremoto de 1999, sino que conoce su vida social donde es el más confianzudo miembro de una comunidad que se solaza con la buena existencia. Después del trabajo vespertino, don Gerardino vuelve a su hogar, la antítesis de lo vivido horas antes.
Mechas, el guardián fotográfico
Nadie pregunta su nombre, se le conoce
sólo por su singular apodo. Llegan directo a indagar por sus nuevas
adquisiciones fotográficas, porque saben que él es el custodio de la
historia de Armenia del ayer. Su espacio de colonización urbana es el más
sofisticado, porque parece un museo de ocasión, ubicado a unos escasos metros
de la plaza principal de la capital del Quindío. Su memoria sorprendente
es admirada por todos. Conoce los detalles arquitectónicos y humanos de
cada fotografía que llega a sus manos. Es Mechas el más
documentado informante, que ayudaría a construir el documento refinado de
la colonización urbana de la ciudad que más se está transformando en la vida
agitada de Colombia del siglo XXI.
El cela
Se llama Alberto Rúa Chaverra.
Tiene 92 años. Le dicen “el cela”, más por desprecio que por cariño, a quien
cuida con vocación un sector deprimido de Armenia. Lo hace en horas de la
noche, cuando están por allí muchos habitantes de calle. Su apoyo, un
puntilludo garrote. Llegó hace muchos años —ya perdió
sus cuentas cronológicas— desde tierras del Huila y tiene guardia
total de la calle 17, entre carreras 19 y 20, donde los vecinos le
colaboran para conseguir artículos de reciclaje, que vende a irrisorios
precios, con lo cual subsiste.
Después de las seis de la tarde, cuando
las tinieblas invaden el sector, comienza su tarea de vigilancia. No
duerme bien y sin embargo tiene fuerzas todavía para atender su “negocio”
diurno, que le ofrece satisfacción y sentido de existencia.
Un colono urbano de este lado oscuro de
Armenia ha sido el testigo de un cambio de transformación del centro de la
ciudad. Es observador, además, de la profunda crisis de drogadicción
del sector, algo que sólo él conoce en profundidad.
Don Filibierto, el dulcero mayor.
Lloró amargamente la desdicha que le
deparó la vida, por la ausencia definitiva de sus seres queridos, pero su
templanza le ayudó a sobrellevar lamentables situaciones de tristeza. Y
sobre todo, atender con cariño su puesto de dulces, al otro extremo de
la puerta principal de la Uniquindío.
Es el “dulcero mayor” de este sector de
Armenia y hasta su “chaza” llegan todos los empleados de gran o mediano
rango administrativo a comprar —y colaborar de paso— en la salida
de sus galguerías. El trabajo, que no falta, y el noble espíritu de su
interior, le han permitido sentirse útil en el trajín intenso de este sector de
la ciudad, que podría contar con él para ser el custodio de múltiples secretos
de transformación urbana, pero también de la vida de sus clientes.
Trabaja en el día, como colono urbano,
en este concurrido lugar de la capital del Quindío, cuyo trajín le ha
ayudado a soportar su accidentada rutina. En otras palabras, se
siente útil a la sociedad y —de paso— brinda confianza a sus
consuetudinarios vecinos quienes ven en su pequeño puesto de trabajo un remanso
de paz.
Su dulcecita e insignificante voz la
convierten en un ser especial. La falta de su bracito, perdido en la
época aciaga del terremoto de 1999, no le resta fuerzas para seguir
adelante en la vida.
Sabe que lo debe hacer con entereza
porque de ella depende la existencia de una hija especial, que a veces
la acompaña en su puesto de dulces, en la entrada principal de la
emblemática “iglesia de piedra” de la capital del Quindío.
Su lugar de colonización urbana es la
prolongación del sentido de existencia, porque es además el más plácido
sentimiento de sentirse ocupada en un trajín que le brinda fuerzas y energía para
continuar en la lucha por la brega diaria.
Aunque en su chaza escasean los
confites, que vende a precio baratísimo, en su corazón abundan los
sentimientos de adulta mayor que sabe apreciar el efecto de presión de la
inseguridad de un sector movido de Armenia, pero a la vez debe
enfrentarse a la batalla de la supervivencia y la incomprensión de sus vecinos
de trabajo, otros colonos urbanos que disputan centímetro a centímetro la
ocupación del territorio.
Una pareja de colonos y de zoociedad
Una pareja de colonos y de zoociedad
Era una pareja singular. Remembran el espíritu de compañía y de
solidaridad de los habitantes de antaño. Permanecían en la entrada
principal de la universidad La Gran Colombia de la ciudad de Armenia,
donde su trabajo reflejaba amabilidad, alegría y lo más importante, un
gesto de zoociedad.
Conservaban —y esa era su
fortaleza— un espíritu formidable de relación con los animales.
Sus perritos mascotas no solo los
acompañaban en la brega cotidiana, sino que eran el verdadero motivo de
seguir adelante. Sabían que, por su avanzada edad, esa presencia
era importante para seguir en la vida.
Llegaban tranquilos y deseosos a su casa humilde de albergue en la noche, a ocho cuadras de su espacio colonizado, donde estaba el resto del repertorio animal de su reino hogareño, con su pequeño jardín y una reducida huerta. Eran sus hijos de la órbita animal, que reproducen el sentido de la existencia.
Ahora sólo está ella, doña Aliria. Su compañero, Miguel, murió hace dos años,
en un festivo diciembre. También sus mascotas se fueron de este mundo.
Ella sigue con su puesto de dulces,
recordándolos: es otra guerrera urbana del norte de Armenia.
Nota: Artículo publicado por el
periódico La Crónica del Quindío el 29 de septiembre de 2019
Roberto Restrepo Ramírez
Miembro de Número de la Academia de Historia del Quindío
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