Leonel Giraldo (Foto Revista Arcadia) |
“En todas las cosas, la uniformidad
es un defecto”: Kenko.
La crónica, como género periodístico
y al contrario de otras modalidades, por lo general carece de críticos como si
los tiene el cine, el arte o la literatura. Tiene recensiones y noticias para
mencionar los trabajos de Osorio Lizarazo, Garcia Marquez, Castro Caicedo,
German Santamaria, Juan José Hoyos, Salcedo Ramos o, quizás más atrás, los de
Hernando Téllez, Adel Lopez Gomez o Luis Tejada para solo señalar estos
cronistas notables. Los críticos de cine se solazan con los abundantes
materiales que entrega una película (director, guionistas, actores, vestuario,
sonido, escenarios, etcétera) y pueden hablar largamente de cada uno de
aquellos papeles o argumentos como lo hacía Cabrera Infante con un estilo
enorme. Pero el lector de una crónica, que quiera hablar de ella por su agrado
o por su decepción, tiene menos perspectivas que le puedan hacer verosímil una
reseña o un comentario por lo menos adecuado.
La base de la crónica es la
descripción de los hechos, las circunstancias, los acontecimientos y los
personajes que en ella viven, en un orden más o menos cronológico, de tal modo
que el lector los conozca en todos en sus alcances y pueda darse una imagen propia
de su lectura. Sin embargo, cuando la crónica se interna en las sinuosidades de
la evaluación, o hace juicios de valor en torno de aquellos hechos o
situaciones de las que se está hablando, la crónica parece perder su perfil
cercano de veracidad y más bien sirve de entrada para un recorrido por las
consideraciones subjetivas de quien las profiere. La crónica tiene entonces
mucho más de testimonio que de valoración y, por lo tanto, permite a su lector
unas mayores libertades para su raciocinio dada la distancia que la evidencia
permite cuando no se quiere comprometerla en algo[1].
En las abundantes crónicas de El Agua
de Abajo[2], este libro de Juan Leonel
Giraldo destila crítica social y hace una denuncia abierta de los muchos males
que afectan a los desheredados de este país, llámense wayus, afroamericanos del
Pacífico, costeños de las barriadas barranquilleras o peones de las fincas
cafeteras. Parecería ser que la explicación de estas crónicas consiste en
describir el otro país que ha permanecido oculto a muchas miradas y donde puede
hallarse una parte importante del carácter de nuestra vida republicana.
Cada
texto específico tiene entonces su propio lenguaje, concebido en el centro
mismo de esos andurriales donde el autor ha venido a mirar pormenores de una
desconocida Nación: ello permite advertir que los textos de Giraldo son de
larga maduración, como los buenos vinos de reserva, y solo se los puede
percibir tal como fueron tomados en vivo y en directo, y sin intermediarios que
pudiesen deformar las detalladas observaciones del autor. En ciertos momentos
casi podría decirse que la profusión de dichos y vocablos, en cada capítulo
especial de una subcultura diferente, y a menudo marginal, son la primera cuota
de un diccionario de localismos de los desposeídos.
No es ninguna coincidencia que en
epílogo de este libro el calarqueño Juan Leonel Giraldo hable de un amigo
común, Ugo Barti, que encaminó muchos de nuestros intentos de hacer crítica de
cine en las revistas Guiones y Cinemés en la época más grandiosa de la Nueva
Ola. Armando Buitrago, huraño como pocos pero certero en el aprecio, tenía unas
tales exigencias de responsabilidad y rigor que mucho ayudaron a formar nuestro
carácter como comentaristas. La mención de este fenomenal caricaturista y
crítico de cine no es entonces un azar: por una verdadera similitud creemos que
así como Barti nunca dejó conocer muchas páginas de su erudita y espléndida
producción literaria, Giraldo debe tener un archivo de manuscritos originales
que nunca conoceremos sin su permiso. Ajenos a la ostentación, en eso se
parecen porque suelen ser discretos y austeros --pese al contacto frecuente que
un editor con experiencia como Leonel ha tenido con los publicistas.
Este libro es pues un cuento sin
hadas: Giraldo no fabrica ficciones sino que amasa realidades y las construye
con palabras extraídas de esos mismos contextos en los que viven sus
personajes. Una progresiva acumulación de vocablos es suficiente para darle un
perfil sociológico a sus crónicas sin que haya una pretensión científica o
teórica de hacer doctrina con ellas. (Más bien diría que se acercan mucho más
al ensayo lírico del que se hablaba cuando Alejandro Rossi recibía la estima
que Octavio Paz le daba). Por lo tanto es posible hacer un inventario de las
crónicas sociales que muestran esta disposición expresiva en el libro de Leonel
Giraldo, pero es innecesario ofrecerlas como una prueba que mejor gozarán sus
lectores. Decía Hemingway de Ezra Pound que ese poeta creía “en el mot just, la
única palabra correcta a utilizar; ese hombre me enseñó a desconfiar de los
adjetivos”[3]3. No es poundiano este
libro, pero el encuentro con la prosa poética es de todos modos de una
considerable satisfacción.
Nota: Artículo publicado por El Quindiano.
Jaime Lopera Gutiérrez
Miembro de Número de la Academia de
Historia del Quindío
Octubre 2019
[1] No es el caso de Salud Hernández,
cuyas excelentes crónicas abundan en valoraciones enajenadas por la
polarización.
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