Busqué
en los tenderetes del centro de Armenia. Averigüé a los vendedores, y dijeron
que cerca de plaza principal de Circasia, había una librería de segunda.
No soy bibliómano y aunque a veces tocó el teclado o
la guitarra, y escribo canciones, hay días en que comprar libros es
irresistible. Más bien, soy cazador de libros.
Decidido a aumentar mi biblioteca con nuevos
volúmenes, viajé. Preguntando llegué a la puerta abierta del viejo caserón.
Entré. La sala servía como local para la venta de libros, comedor y televisión.
Por la ventana del fondo y a través del tul, podían verse varias ollas colgadas
a las paredes de la cocina. El marco de la puerta del patio servía de encuadre
al caballete, con un óleo sin terminar, la mesa de trabajo repleta de cojines
de pintura, las paletas, las espátulas y varios frascos que adiviné llenos de
trementina o aceite de linaza; formones en varias formas y tamaños, propios de
un escultor, y atrás, árboles frutales.
Los cuadros de la pared, las tallas en madera sobre
los estantes, el rostro del librero sentado en el comedor, me recordaron al
pintor que durante años recorrió a pasos cortos y rápidos, con pinturas bajo el
brazo, las calles de la vieja Armenia.
El maestro se levantó de la silla. No llevaba la
cachucha negra ni la frondosa cabellera de antaño, tampoco el saco del mismo
color. La barba larga y los bigotes habían encanecido. Vestía camisa de manga
corta a rayas blancas y negras. En las vitrinas, los libros delataban
procedencia de tirajes piratas.
-A sus órdenes-. Dijo el pintor, y ahora librero.
Dispuesto a ganarme de entrada su amistad, aseguré a
quemarropa:
-Señor, usted no me recuerda, pero yo sí-
-No me diga. ¿Cómo, en dónde y cuándo?-. Preguntó
sorprendido.
- Usted fue novio de…-. Y agregué sin empacho el
nombre de la muchacha, vecina mía, que él visitó en su mocedad.
Saltó de la silla, y en sus ojos descubrí que nadie
necesita dentadura completa para sonreír.
Me invitó a pasar, y su mano tembló al estrechar la
mía.
Desde la silla observó los estantes. A medida que
conversábamos olvidé el motivo de mi viaje y los títulos de La montaña mágica,
El castillo, Papillón, Santuario, Los hermanos Karamazov; los nombres de Tomás
Carrasquilla, Jorge Icaza, Jorge Luis Borges, pasaron a segundo plano. En sus
palabras conocí que Circasia le brindaba tranquilidad, amigos y renovaba sus
recuerdos de infancia cuando una tarde, en el patio de la finca de sus padres,
en Córdoba, decidió dedicar los ratos libres de trabajo en el campo, al dibujo.
Reía como niño contando la satisfacción de las primeras monedas recibidas por
sus dibujos en los cuadernos de sus compañeros, y las felicitaciones de sus
profesores en la escuela.
Palabras dieron un giro para decir:
-Pero mire. Tanto pintar y aún sigo aquí y así…-.
Llevó su mano al delantal y tiró de él con sus manos manchadas de pintura, como
un arco iris.
-Allá, en la pieza duermen mis pinturas, mientras
llega quien las despierte y me dé por una de ellas lo que quiera. Mi padre, a
quien quise mucho, dudaba de que mis pinturas me llevaran lejos. Me marcó-.
Intenté en vano apartarlo de sus tristes recuerdos.
-No tuve otra opción que seguir unos años más en la
finca. No había recursos para mis estudios. La finca era pequeña, bonita; cerca
corría un río sombreado por árboles, donde me bañaba con mis hermanos-.
La conversación del maestro pasó de la tristeza a la
alegría, al buen humor, para decir lleno de orgullo:
-A los dieciocho años me sentí verraquito y les dije
que me iba. Mi papá se puso muy bravo. Mi mamá lloró un rato y mis hermanos
miraban y oían asustados-. El maestro abrió los ojos y giró la cabeza a lado y
lado para significar el asombro familiar ante su decisión.
-En Calarcá recitaba poesías…porque si no sabe…le
jalo a la poesía-. Se dirigió a la alcoba iluminada de la izquierda y regresó
con un cuaderno ajado y viejo. Trató de leer, le costaba y desistió-. Viajé
mucho. Hice algunas exposiciones en…-. Noté que luchaba contra el olvido-. Mi
esposa era caleña. Se me murió en Armenia. Era mi musa. Venga le muestro-.
Lo
seguí a su alcoba donde el óleo de su esposa ocupaba sitio preferencial; a la
izquierda del óleo, un tallo delgado coronado por hojas verdes ocupando un
tercio, y en el resto el perfil hermoso de su esposa; los cabellos recogidos
caían sobre un cuello alargado, hasta el borde inferior del cuadro.
No hice cosa distinta a seguir sus pasos hacia el
comedor y callar.
-Me acompañó con amor en las duras y maduras.
Trabajé a ratos, sin contrato fijo, dando clases donde me dijeran-.
Una vez en el comedor, su línea de conversación se
quebró de nuevo.
-¿Quiere tinto? Me queda muy bueno. Me gusta pasarlo
con cazadillas de panadería-. A pasos lentos, fue a la cocina. Regresó con dos
pocillos en sus manos titubeantes.
-Vine a vivir a Circasia, buscando el olvido al lado
de mis hijos: Diany Shirley, Linda Katherine, Mónica Yeinsilayn y Cristopher
Giovanni. Compré una casa que mejoré con mi trabajo. Le construí un balcón que
daba a la calle; invitaba a “tertuliar” a mis amigos y me tomaba mis tragos.
Quedaba en la salida para Pereira, pero la tuve que vender porque entraban
arañas tan grandes como mi mano, y culebras-. Cerró como garfios sus dedos
manchados para dar idea del tamaño de las arañas.
-Compré aquí, donde estamos. Me fueron conociendo y terminé
dando clases en colegios de Armenia, pero mire, pinto y pinto para colgar. A
punta de pinturas tengo mi casa, sin embargo, es decir, que algo vendo-.
Me pregunté: ¿El maestro Noremberg Ceballos Vásquez
tiene más cansado el cuerpo que el espíritu?
-Quise ser pintor y no encontré quién me enseñara,
dije-.
Sus ojos inquisitivos se agrandaron y en otras
palabras repitió:
-No se preocupe, no se pierde de nada. Míreme, ahora
vendo libros. Toda la vida pinté y sólo tengo esta casa. Nadie compra mis
cuadros, ya no puedo enseñar. La mano derecha no me obedece, acabé pintando con
la mano izquierda-.
Incómodo con la conversación, logré después de
varios intentos fallidos, cambiar de tema. De nuevo imaginé el pueblo donde
nació, la finca de sus padres; su vida, amores y el número de sus obras. Decidí
marcharme.
-¿Por qué se va tan rápido?- Su voz tenía el color
de la soledad.
Tomé una libreta de la mesa, tracé un rancho, y un
hombre leyendo en el corredor; a su lado, una guitarra colgada.
Si usted considera que este mamarracho refleja algo,
me gustaría que de él surgiera un cuadro para mí-.
Buscó las gafas entre los papeles. Abandonó la
silla, encendió las luces, y puesto bajo ellas, estudió mis trazos con
detenimiento.
Su estatura, menor que la mía; contextura delgada y
frágil. Llevaba sandalias y caminaba con dificultad.
-Veo algo interesante pero triste en su dibujo-. Con
mirada alegre y expectante propuso:-Venga el sábado-.
Volví ése día a Circasia.
Fuimos de compras a varios almacenes de Circasia.
El dinero para libros de segunda, lo gasté en madera
para bastidores, telas, óleos, y pinceles. Debía madrugar el lunes a mis clases
de pintura.
De nuevo en Armenia improvisé la melodía para una
letra escrita hacía poco, y lentamente, transcritas sus notas al pentagrama,
callé el piano; me pregunté: ¿por qué durante nuestra conversación, el maestro
Noremberg calló el nombre real de su musa?
Crónica escrita por Luis Carlos Vélez Barrios
el seis de enero del año 2015 y publicada por periódico El Quindiano el
27 de octubre de 2019
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