Por Nodier Botero. Miembro de la Academia de Hisoria del Quindío. Publicado el 21 y 28 de diciembre de 2014 en el diario La Crónica del Quindío
Los símbolos que el hombre recrea en su comportamiento social y que se
convierten en elementos actuantes para incidir sobre su propia realidad, le
permiten ir construyendo los lazos de cohesión social que forjan el sentido
afirmativo de su existencia y realizan la objetivación de su propia sociedad.
Por eso no aparece como extremado admitir que los símbolos cumplen las
siguientes funciones: (a) Producir una imagen de estabilidad en las relaciones
sociales cambiantes; (b) Generar percepciones de continuidad en experiencias
discontinuas; (c) Proporcionar explicaciones globales de fenómenos
fragmentarios; (d) Permitir intervenir los procesos construidos desde
perspectivas diferenciadas. (Juan Luis Pintos: Proyectos Imaginarios)
El discernimiento de lo simbólico como medio eficaz –al lado de lo
pulsional y lo genómico- para ayudar a los hombres a descifrar su propia
realidad, a partir de la construcción de sus imaginarios sociales se extiende,
además, a la tarea de conferirle sentido a las interacciones con el medio y, de
manera especial, al claro establecimiento de las relaciones con el otro (y con
los demás), que están en la base del principio de autoidentificación. Lo
imaginario corresponde al espacio espiritual en donde el individuo se reconoce
como ser colectivo por medio de la concientización de los símbolos compartidos
con los demás.
En la interioridad de su yo el ser humano recibe las impresiones del
mundo externo y acumula su inventario de percepciones, de creencias, de
juicios, de valoraciones, de ideas modeladoras, de actitudes existenciales y de
direcciones de comportamiento, lo mismo que de su legado cultural, que debe
necesariamente ser confrontado con las experiencias de los otros y con los
lineamientos que proceden de las instituciones modeladoras sociales (imaginario
social instituyente), a fin de producir como síntesis al hombre social.
Pudiéramos afirmar que si no nos apoyamos socialmente en la construcción
de simbologías identificatorias, corremos el riesgo de que nos impongan
distintos modos de pensamiento desde la perspectiva de otros grupos sociales,
lo que terminará por producir una “conciencia social heterónoma”, a su vez
generadora de ciudadanos desidentificados con relación a su propio mundo. A
veces pareciera que la quindianidad fuera apenas una fórmula retórica
aprovechada como inducción formalizada en beneficio de los dueños del poder
político y no como un proceso permanente de identidad.
El símbolo se presenta como un haz de significados para unos individuos
determinados, de acuerdo con un proceso de formación de sentido que se descubre
en las siguientes condiciones:
1) El sentido pleno del símbolo se da dentro de determinada cultura.
2) Por medio de los símbolos los conceptos se hacen pensables para la
mente.
3) La imagen simbólica portadora de contenidos se instaura en la mente a
partir de una impresión sensible.
4) La simbolización es un proceso en el cual se cumple la
correspondencia evocativa entre el símbolo y los contenidos y se desata con los
recuerdos y las experiencias acerca de las cosas vistas o escuchadas durante
una actividad de memorización que es dinámica y selectiva.
5) El símbolo se afirma en la conciencia de un individuo cuando se
convierte en un impulso culturalmente condicionado que hace a la persona
responder a un llamado.
6) En síntesis, puede afirmarse que el motor de la creación de símbolos
y de imágenes es el flujo de los impulsos individuales desatados a partir de la
relación entre los estímulos, los deseos y la imaginación dinámica. (E.
Cassirer: La Filosofía de las Formas Simbólicas).
Simbología cotidiana. Tipos colectivos de imágenes personales.
Los símbolos cuyos referentes son las personas o los seres de una
comunidad determinada, más que los símbolos-imágenes de los lugares y de las
cosas, se encuentran en un estado permanente de movilización de sentido, el
mismo que Umberto Eco reconoce como un proceso de “semiosis ilimitada” que
depende tanto de la condición polisémica del referente, como de las distintas
posibilidades interpretativas del sujeto receptor. Se configura así un juego
–juego del lenguaje- en el cual los nombres se someten a un proceso de
creatividad lingüística que permite la implantación, la suplantación y la
traslación de los significados, momentos en los cuales el “actor de la lengua”
puede lograr un acierto al optar por un calificativo nominal y el grupo social
en el cual este individuo se inscribe le hace eco y termina por sacralizar la
nueva nominación.
Lo que Hayden White denomina el “protocolo tropológico” en su
Metahistoria se realiza en nuestro caso, a través de verdaderos juegos de
nombres, o con los nombres, a partir de cuatro procedimientos: la metáfora o
transferencia de sentido entre dos nombres con base en una análoga o símil; la
metonimia o transferencia de sentido no por una relación de semejanza sino al
tomarse para el nuevo sentido la causa por el efecto, el autor por la obra, o
el continente por el contenido, es decir, al conseguirse el efecto de lo que se
denomina “sentido figurado”; la sinécdoque, una especie de metonimia que
consiste en nombrar una cosa con el nombre de lo que no es más que parte de
ella (como la espada para referirse al guerrero, o el pan para referirse al
alimento); la ironía que expresa contradicciones en los juegos del lenguaje,
como cuando se da por cierta una proposición falsa para producir un efecto
burlesco, o se presenta una idea reemplazando a otra de sentido contrario.
A continuación pretendemos establecer un registro amplio de la tipología
humana simbólica quindiana, pero también somos conscientes de la imposibilidad
de una cobertura total. La clasificación o el agrupamiento, no sobra repetirlo,
obedece a razones metodológicas o formales de la exposición, habida cuenta de
la estructura de torrente caótico imaginativo como estos símbolos se
manifiestan en su condición originaria.
Símbolos fundacionales
En la raíz de nuestro nacimiento como ciudad, Armenia le rinde tributo a la
recia personalidad de Jesús María Ocampo, su esposa Arsenia, y los miembros de
la Junta Fundadora de los cuales da testimonio la placa conmemorativa que se
encuentra a la entrada del edificio de la carrera 14 #19-46.
Símbolos políticos
De origen político y comportamental los símbolos ciudadanos de la gesta
de creación del departamento del Quindío, Ancízar López, Silvio Ceballos y
Rodrigo Gómez, entre otros, que en el imaginario público se nombran sencillamente
con fórmulas reduccionistas como “Ancízar” (Cacique), “Silvio”, “Rodrigo”; en
el mismo campo la conciencia colectiva da razón de “Don Emilio” (Carriel o El
Taita), “Marconi”, “Lucelly”, “Samuel”, “Rogelio” y “Cacharro”. Los
creadores de la U. del Quindío, una de las grandes instituciones regionales, en
cuyos orígenes se inscriben figuras tan distintas como Otto Morales Benítez,
intelectual de prestigio nacional y Darío Leiva T., un ciudadano con
ejecutorias cívicas locales, el doctor Euclides Jaramillo Arango y la figura
insigne del Padre Neftalí Duque, los alcaldes emblemáticos de la ciudad capital
y de los municipios del departamento que obligan a una paciente enumeración,
mas allá de las posibilidades de estas notas.
Símbolos de la violencia
Por evocación de los momentos aciagos de la violencia partidista en la
región se asocian a lo quindiano las imágenes de “Chispas”, “Desquite”, “Sangre
Negra” y “Nobleza”. En este nicho simbólico pueden inscribirse un personaje un
tanto indefinido, “Zarpazo”, asociado a la idea de un civil-militar, del cual
hay testimonio bibliográfico; y la repudiable y tristísima imagen de “Garavito”
el múltiple asesino de niños que se cuenta como originario de las montañas del
Quindío.
Los símbolos cuyos referentes son las personas o los seres de una
comunidad determinada, más que los símbolos-imágenes de los lugares y de las
cosas, se encuentran en un estado permanente de movilización de sentido.
Símbolos de la lucha armada
Personajes de la controversia política en condición de guerrilleros, a
la cabeza “Tirofijo”, siguiendo con Braulio Herrera y Timochenco. Una veta
simbólica de nuestra idiosincrasia, que tratándose de símbolos de imagen más
allá de las fronteras regionales, aparece un tanto desbalanceada, por la carencia
en otros campos de prohombres o personajes con simbolismo nacional. Se trata de
un sesgo relativista de nuestra figuración simbólica, pues en terrenos tan
sensibles como el de las convicciones políticas, y a propósito de las imágenes
de los hombres buenos y de los hombres malos, la conciencia pública o el
imaginario colectivo se presenta completamente permeable a los efectos de la
inducción publicitaria por parte de los medios de comunicación oficiales o
institucionalizados; estos medios se proponen crear héroes y villanos, amigos y
enemigos públicos, próceres y delincuentes y distribuyen vetos y
santificaciones para lograr estos efectos.
Símbolos del desarrollo y de la modernidad
Asociadas al surgimiento de la vida económica floreciente de la Armenia
de la primera mitad del siglo XX, quedan ya en el imaginario histórico las
presencias del polifacético y creativo don Vicente Giraldo y de don Domingo A.
Quintero; quienes simbolizan a nuestros primeros grandes comerciantes,
importadores e industriales, que tanto contribuyeron a cambiar la estructura
campesina de la pequeña villa de antaño; la imagen representacional de la
carrera 18, poblada de cantinas y lugares de diversión, atiborrada de bellas
mujeres de la vida pública, asuntos de los que da cuenta el periodista e
historiador Miguel Ángel Rojas con el relato sobre la “Ñata” Tulia, un festivo
testimonio literario. Quedan por indagar e historiar los momentos sociales de
la vida bohemia de la Armenia de este pasado no muy lejano, décadas del 50 y 60
del siglo XX, cuando a lo largo de la citada Carrera 18 y en la adyacente calle
30 se instaló la vida de holganza con sus bares y cafés emblemáticos, el San
Carlos, Las Olas, el Salón Rojo y otros tantos ya desaparecidos. Ligada a estos
aconteceres se revive la imagen de la vieja Estación del Ferrocarril convertida
en un sitio de convergencia, como punto de inicio de la apertura comunicativa
con el mundo externo, en un momento que la ciudad y el departamento surgían
para la economía nacional al convertirse en centros del cultivo, la trilla y la
exportación del café, con sus casi veinte trilladoras y centenares de mujeres
laborando como “escogedoras”.
En correspondencia natural con este momento quindiano de fulgor
económico, la pequeña ciudad de ese entonces se reveló en un inusitado
despertar industrial que alcanzó varias décadas de esplendor y concluyó luego
por causas que los especialistas de nuestra historia económica regional no han
explicado suficientemente. Para nuestro testimonio quedan referenciados, en
algunas imágenes revividas, estos momentos que precedieron y acompañaron a la
“década de la institucionalización quindiana” como ente territorial, con su
autonomía político-administrativa, la creación de la Diócesis regional, la
fundación de la Universidad del Quindío y del Distrito Militar de la 8ª.
Brigada, y otras instituciones más, ligadas a una especie de “refundación” de
la región, que representaba su reconocimiento legal. Por la importancia de este
período histórico que puede contarse desde 1955 hasta finales de la década
siguiente, podemos concluir con la necesidad de documentos testimoniales de ese
entonces, especialmente los que se relacionan con la vida social y la
mentalidad que lo caracterizó.
Símbolos de la vida diocesana
En el campo de la imaginación simbólico-religiosa, la vida diocesana del
Quindío no ha tenido mayores relieves en cuanto sus jerarcas y prelados han
cumplido sus funciones de rectorado espiritual sin asumir mayores protagonismos
y la feligresía en su sencilla religiosidad tampoco ha presentado
comportamientos más allá de los límites de lo normal. Van quedando en el
imaginario colectivo las figuras simbólicas de Santo Varón del primer obispo de
la diócesis, Jesús Martínez V.; la imagen de Monseñor Libardo Ramírez Gómez, un
prelado visto como más cercano a las realidades mundanas y sacerdotes
destacados por su acción constructiva y por su mismo rectorado ideológico
como en Armenia el Padre Betancourt, el Padre Arteaga y el Padre Arias, víctima
de la violencia cuando cumplía una misión humanitaria; el Padre Alzate de
Calarcá y el Padre Chica de Montenegro.
Símbolos de familias emblemáticas
Se pueden comprender como fuentes del imaginario público las imágenes de
algunos grupos familiares que han ejercido liderazgo cívico o político, o en el
desarrollo de la región y de la ciudad capital. Tales los casos de la familia
Velásquez, a mediados del siglo XX, con varios de sus miembros en su condición
de empresarios agrícolas; la familia Jaramillo Jaramillo con sus acciones
filantrópicas y de servicio humanitario; y en los últimos cincuenta años la
familia Botero Gómez, a la cabeza de don Iván Botero G. en las
actividades del comercio y en el desarrollo industrial del departamento,
paralelamente con su condición de líderes cívicos y promotores de obras
sociales. Al día de hoy, don Iván Botero Gómez, después de casi cinco décadas
de intensas actividades constructivas de civilización regional, sigue
representando uno de los emblemas simbólicos de la quindianidad del siglo XX y
comienzos del siglo9 XXI.
Símbolos de profesiones
Son de obligatoria inclusión los personajes de una galería de símbolos
en las profesiones, especialmente médicos, ingenieros, abogados y educadores
que tienen su reducto simbólico entre estos espacios prácticos del ejercicio
profesional, pero sin que se pueda hablar de un protagonismo de relieve, como
para copar una amplia franja de la conciencia colectiva que trascienda al
imaginario público de la región.
Símbolos de los oficios
Las imágenes de los oficios y ocupaciones que se descubren en el
saber-hacer continuado durante distintas etapas generacionales, pero cuyo radio
simbólico se ensancha por razones de la misma dinámica social. La imaginación
popular representa, moviliza y, no pocas veces, mitifica y hace conscientes su
extinción y renovación, como una señal del entretejimiento de los símbolos con
la realidad vivida. En nuestra región al listado tradicional de labriegos,
recolectores, vigilantes (guachimanes), areneros, plataneros, tenderos,
carretilleros, porteros, palafreneros, jardineros y cocheros, la veta popular
hace uso de libertad creativa para innovar nominalmente y recrear las imágenes
de carretilleros, buseros, buseteros, balseros, yiperos, muleros (o
tractomuleros) en el campo del transporte; o mancheros (cortadores de plátano),
areneros, balastreros, patieros, sobanderos, en profesiones diversas; o
serenateros, mangueros, piñeros, revisteros, gotagoteros, loteros, chanceros,
en oficios propios de la vida ciudadana. Así mismo las mujeres además de
enfermeras, escogedoras, niñeras, cocineras, camareras, meseras, y cajeras,
aparecen también ahora como chapoleras, chanceras, entroderas, minuteras,
tinteras (vendedoras de tinto), sobanderas o cosquilleras. Se trata del hablante
en acción creativa que es propiciada por la riqueza de la movilidad social y
por la naturaleza dinámica del lenguaje.
Símbolos deportivos
No podemos omitir la mención de los símbolos-imagen del “Deportes
Quindío”, campeón de fútbol profesional en Colombia en el año 1956, con las
correspondientes evocaciones naturales del viejo estadio “San José” y las
recordadas figuras de Tissera, Solano Patiño, Casaubón, Roberto “Avispa”
Urruti, Manuel Dante País y “Aguacero” Salazar, entre otros. En esta misma veta
pueden inscribirse las imágenes y los símbolos de jugadores destacados a lo
largo de los distintos torneos anuales, especialmente de los períodos en los
cuales el equipo local alcanzó relieve, como Pianetti, Mesa, Cantera, Bermúdez,
Castronovo y cientos más. Agrégase, además, la figura del árbitro “Sauce”
Orrego. El equipo profesional de fútbol es, sin duda, una de las
imágenes-símbolos de la región.
Símbolos de la marginalidad social
Al lado de los habitantes cotidianos de la ciudad, puede hablarse de una
tipología del desarraigo y de la marginalidad social que se reconoce en
aquellos seres humanos que la sociedad no rechaza abiertamente, pero tampoco
asimila para efectos de la integración social. Su hábitat común es la calle y
su profesión (o no-profesión) la errancia aventurera por los espacios públicos.
Antanas Mockus, cuando ejercía como alcalde de Bogotá, calificó a estos seres,
compasiva e irónicamente, como orates, itinerantes o trashumantes. A medida que
la ciudad crece también los va cobijando la anomia propia de la vida citadina
que en este ese momento los despoja del nombre propio o del reconocimiento
singular, para convertirlos en tipos específicos de la geografía del marginamiento:
basuriegos o recicladores, mandaderos, cuidadores de carros, ofertantes de
mercancías y objetos varios en los semáforos, vigilantes por iniciativa propia,
vendedores de comestibles y rifas, intermediarios de la ilicitud y toda esta
parafernalia de la desventura que al llegar la noche encuentra su sitio de
dormitorio en los callejones y recovecos de la ciudad, allí mismo a donde
llegan los desesperados y alucinados en quienes el teatro del absurdo ha visto
la “otra cara de la cordura social”. Si se reiteran en su comportamiento y
dejan sentir su presencia frente a los demás ciudadanos, adquieren relieve
protagónico.
Símbolos de la vida cotidiana
En nuestra ciudad y en cualquier ciudad se reconocen en su trasegar
cotidiano los ciudadanos corrientes cuyos motes y parónimos muchas veces
despectivos, son reveladores de la creatividad lingüística a la que aludimos
previamente. En el ambiente ciudadano de Armenia son ya figuras
históricas-simbólicas las reconocidas con los nombres de “Cuajada, conde de “El
Jazmín”, personaje rescatado literariamente por Gloria Chávez V.; “Repollito”
la pequeña adulta parlanchina y vivaz que figura en la escena pictórica del
maestro Antonio Valencia; el “Mocho” Jaramillo con la piel de su caballo
burilada de avisos comerciales; “Milcubillos” que la ironía de los habitantes
al cambiar la “b” de su nombre por la “l” proporciona sentido burlesco y
satírico. De la misma naturaleza irónica es la innovación de sentido para
“Terremoto”, el gigante-niño que provocaba el terror de los muchachos, hasta
cuando hablaba y dejaba oír su voz infantil y aflautada; o “Buche” la loca
callejera constantemente injuriada por niños y transeúntes; o “Pinga Pérez”
(deformación fonética de Ospina Pérez) que recuerda la época de las
controversias de liberales y conservadores.
Del mismo ingenio lingüístico es el calificativo de “Manivela” para un hombre
de la calle que inducido por otras personas lanza denuestos contra políticos o
jefes reconocidos.
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