La muerte del señor Gustavo Zuluaga y
el nombre de su emprendimiento —restaurante El Roble— revive la importancia de
un sitio histórico y destaca la evolución de la cultura culinaria en el
departamento del Quindío.
El topónimo restaurante El Roble es el más nombrado en el inventario de la cocina tradicional y de la gastronomía turística de la región. Cuando me refiero a estos dos aspectos, hago hincapié en la diferencia que existe entre lo culinario y lo gastronómico, aunque ambas denominaciones se refieren a la construcción cultural de las colectividades, en cuanto tiene que ver con la preparación, conservación y consumo de los alimentos. Solo que, cuando hablamos de la tradición y las recetas, el término “culinaria” es el más apropiado. Mientras que la utilización de la palabra “gastronomía” se extiende más a un medio más generalizado y comercial, como es el turismo. Sin embargo, ambas esferas se reúnen en la existencia de aquel restaurante de la vía Armenia - Pereira, que se posicionó en la memoria de los habitantes de la región. Sin olvidar que, sin la gestión y perseverancia de sus fundadores, no sería posible entender la importancia que tiene este sitio de encuentro para todos los que hemos visitado sus instalaciones.
No conocí a don Gustavo Zuluaga, y tampoco he conversado con su esposa, doña Edelmira Gómez. Sin embargo, la presencia de ambos se evidencia en el alto aprecio que ellos han ganado en las comunidades aledañas, las poblaciones de Circasia y Filandia.
Aunado a ello, el secreto de la sazón y la perseverancia en el mantenimiento del gusto culinario, que afortunadamente, siempre ha estado en el ejercicio de nuestras mujeres cocineras. Por eso “El Roble”, con la orientación de doña Edelmira, y la administración de sus herederos, seguirá en el primer lugar de la línea restaurantera del norte quindiano.
El Roble siempre ha estado en la mención histórica y en la remembranza de los que nacimos en este territorio. En esta última faceta de la recordación, no podré olvidar dos detalles significativos. El reducidísimo espacio de la vivienda que albergaba al restaurante, a la vera de la carretera pavimentada. Y algo que yo siempre contemplaba, antes de entrar a la pequeña casa, por allá en los años de la década de los ochenta. Detrás de la construcción de bahareque, matizando el hermoso paisaje, se veía una altiva palma de cera, erguida y solitaria. La miraba y pensaba profundamente en el pasado. El que se describió a través de la escritura de las crónicas de viajeros, que trasegaron esos lares en el siglo XIX y que resaltan la otra característica de “El Roble”, la de servir de referente toponímico del Camino del Quindío. En el tramo de esta vía, junto con “El Roble”, otros dos nombres se mencionan varias veces en los diarios de viaje de los caminantes. Son ellos “Portachuelo” y “Novilla” o “Novilleros”. El historiador Álvaro Hernando Camargo Bonilla no solo los trae a la memoria en sus escritos, sino que destaca su importancia como albergues que ellos pudieron ser, y también en el recuento de la culinaria de los habitantes solitarios de esos contornos[1].
La mayoría de los viajeros eran extranjeros y se refieren a la belleza de los paisajes, pero también a las peripecias del trayecto que algunos también llamaban la “Trocha”. Camargo nos recuerda el paso de aquellos aventureros por la senda histórica, de cuyas reseñas traigo a colación 3 de ellas, por cuanto sus autores hicieron referencia a los nombres ya citados. Charles Stuart Colhrane, en 1823, durmió en “un contadero en Novilla”. John Potter Hamilton, en 1828, escribe Portachilo en vez de Portachuelo. Mientras que Manuel María Mallarino Ibarguen, en su recorrido de la década de 1870, menciona lo siguiente:
“Al llegar al Roble, el cielo se había oscurecido y el temblor de las hojas presagiaba una tormenta; continuamos, sin embargo, nuestro camino era literalmente por medio de un bosque que con dificultad daba paso a la luz, anegado de fango profundo. A los doce o quince minutos de marcha, el aguacero que nos amenazaba comenzó a caer con una violencia desconocida por los que no hayan pasado por la Trocha”.
Este relato nos pone en contexto, hoy, en tres realidades. El bosque mencionado es el que actualmente recibe el nombre de Bremen. El sendero por medio del bosque es el que se conoce como Portachuelo, asumiendo que el significado de ese término, según el diccionario de la lengua española, quiere decir “boquete abierto en la convergencia de dos montes” y “paso o puerto estrecho entre montañas”. De todos es conocido el factor de intensa pluviosidad del sitio El Roble y sus alrededores. De suerte que también es común atravesar ese sector en medio de vendavales y tupidos mantos de neblina. Lo que nos lleva de momento a la remembranza del pasado, descrito en esos diarios de viajeros.
Pero tres cronistas más nos dejaron precisas descripciones, incluyendo citas sobre la culinaria. En 1857, el norteamericano Isaac Holton, escribió esto cuando arribó con sus ocasionales acompañantes: “... Finalmente llegamos a El Roble, donde nos detuvimos, precisamente a tiempo de evitar la lluvia, que sorprendió a los arrieros antes de que hubieran terminado de levantar la tienda. El Roble no es tan alto como Volcancito y esa noche la pasamos como cristianos, comiendo sentados a la mesa, durmiendo en una casa, y para la señorita hubo hasta cuarto aparte… Salimos de El Roble el viernes en la mañana, y una bajada de tres millas nos llevó hasta la casa de otra familia antioqueña, en Portachuela, sitio agradable para descansar. Aquí probé las arepas y descubrí que son iguales a los Johnny - cakes que habían rechazado en Nueva Inglaterra y a los hotcakes, al pan de maíz y corn -dodgers de Illinois”[2].
Mientras que el francés Edward André, en 1876, recuerda la experiencia de una borrasca y menciona lo siguiente: “...A nuestro paso habíamos dejado otras cabañas apenas columbradas, conocidas con el nombre del Roble y Portachuelo y plantadas en medio de los cenagales que no habían cesado un instante desde que salimos de Salento”[3].
Años más tarde, en 1884, ya fundado el caserío de Filandia, cerca de Novilleros, el suizo Ernst Rothlisberger pasó por allí. Después de recorrer esa mañana El Roble, escribió sobre el alimento consumido:
“... Sopa de maíz, pan de maíz (arepas) y hasta un trozo de pan, amén de los frijoles y la carne de cerdo, platos habituales de la gente de Antioquia, nos compensaron debidamente de las pasadas fatigas”[4].
En 1972, 112 años después de la
mención del caminante suizo, don Gustavo y su esposa decidieron recrear de
nuevo la historia de acogida y culinaria de este sitio, donde había estado la
casa de viajeros del siglo XIX. Instalaron en El Roble la venta de carne de
cerdo y chorizos, lo que, en 1978, se convirtió en el restaurante. Las arepas
redondas y calientes, los tamales, el sudado, las frituras y otros manjares se
expendieron allí hasta que un nuevo lugar fue destinado, en razón a que en ese
sector se construyó la doble calzada de la Avenida del Café. Solo quedó la foto
en blanco y negro de la vieja casa. Y de la palma solitaria, solo se ve hoy su
tronco, el que aprecio con tristeza desde el raudo vehículo que pasa frente a
él, porque se resiste a caer. Extraña seguramente al comensal del viejo
restaurante, que lo admiraba por su belleza.
Roberto Restrepo Ramírez.
Académico de Número 4 – Academia de Historia del Quindío
[1] Camargo Bonilla, Álvaro Hernando. Blog “El Camino del Quindío”. Febrero 15 de 2019.
[2] Holton, Isaac. “La Nueva Granada: veinte meses en los Andes”. Publicaciones Banco de la República. Bogotá.1981.
[3]
Hincapié Silva, César.
“Inmigrantes extranjeros en el desarrollo del Quindío”. Editorial Quingráficas.
Armenia.1995.
[4] Rothlisberger, Ernst. “El Dorado. Estampas de viaje y cultura de la Colombia suramericana”. Publicaciones Banco de la República. Bogotá. 1963
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