Panorámica de Calarcá en 1940 |
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La misma atmósfera mágica posibilitó a Jaime Buitrago Cardona trazar la
saga de la colonización antioqueña en Hombres Trasplantados.
Cuando don Segundo Henao, don Román María Valencia y otros valientes
ciudadanos, suscribieron el 29 de junio de 1886 el acta de fundación de
Calarcá, quizás pensaron que estaban creando un espacio para ubicar un universo
mágico, donde tuviese lugar el desarrollo de las artes y las letras,
actividades a las cuales no eran ajenos, pues el primero se dio al empeño de
contar las hazañas de la colonización en su libro La Miscelánea, donde destila
amor por la libertad y ejerce la virtud de la tolerancia, y el segundo era
cazador de mariposas y dado al avistamiento de aves —precedente del Mariposario
de Alberto Gómez Mejía—, a la vez que salían de su pluma castizas convocatorias
a los antioqueños para que viniesen a poblar esta región de ensueño. Todo ello
signó el espíritu del hombre calarqueño y develó las claves para comprender su
idiosincrasia al tiempo que inscribió la recién fundada población en el
escenario de la cultura vernácula.
Calarcá ingresa a la cultura universal
Pero habría de ocurrir un hecho todavía más significativo por su amplia
dimensión en 1926, con motivo de la llegada de Gaitán a París, de regreso de
Roma donde se había especializado en derecho penal en la escuela del
mundialmente famoso profesor Enrico Ferri. Allí residía el poeta calarqueño
Luis Vidales Jaramillo, autor de Suenan timbres, terminando sus estudios de
ciencia política en la Escuela de Altos Estudios de París. Su encuentro fue
amor a primera vista entre dos intelectuales de primerísima categoría, pues
desde entonces Vidales apoyaría a aquel en todas las empresas políticas
emprendidas.
Sobre el encuentro el escritor Alejandro Vallejo cuenta esta maravillosa
anécdota:
Invitados los dos personajes a escuchar la conferencia que dictaba en la ciudad
de Neuilly, cerca a París, el científico Voronoff sobre “Las consecuencias
filosóficas del rejuvenecimiento por medio de la glándula del mono”, cada uno
de las personalidades asistentes se presentaron al ingresar al recinto
académico así: Borosiloff de Varsovia, Freud de Viena, Bulnes de Praga, Peliken
de Oslo, Marañón de Madrid, Merinelly de Roma, Gaitán de Bogotá, Vidales de
Calarcá. En ese preciso instante la nueva población quedó inscrita en los
anales de las letras universales como ya lo estaba en la literatura regional,
con la obra de sus fundadores.
Los nuevos y su entorno político
De regresó al país, Vidales fundó el Partido Comunista Colombiano y con
Alberto Lleras Camargo, León de Greiff, Jorge Zalamea, José Mar, Rafael Maya,
José Umaña Bernal y otros sobresalientes intelectuales, conformó el movimiento
vanguardista de Los Nuevos que revolucionó el panorama literario al romper las
tradicionales reglas impuestas por el romanticismo. Y en lo político, fragmentó
el vínculo de la nación con la poderosa generación del centenario, sustento del
régimen gobernante. Con su concurso comenzó así el principio del fin de la
Hegemonía Conservadora y sus efectos colaterales fueron tan intensos que
alcanzaron a influir veinte años después en la caída de la República Liberal,
gracias a la disidencia gaitanista.
Escritores de todos los tiempos
Escritor y poeta Baudilio Montoya |
Esa atmósfera mágica de la cultura universal hizo posible que Catarino
Cardona enviase a la capital enjundiosos estudios jurídicos solicitando la
titulación de baldíos a los colonos que nunca fueron contestados por el
centralismo bogotano. Más tarde sabríamos que los poderosos accionistas de la
Compañía Burila, propietaria de los terrenos en virtud de una Cédula Real,
neutralizaban cualquier intento de adjudicación de tierras. La misma atmósfera
mágica posibilitó a Jaime Buitrago Cardona trazar la saga de la colonización
antioqueña en Hombres trasplantados. A Baudilio Montoya le tocó ser el último
rapsoda del Quindío, según la afortunada definición del excelente escritor y
académico Héctor Ocampo Marín. A Nelson Osorio Marín, ser poeta, compositor,
publicista y uno de los pioneros, con Jaime Lopera Gutiérrez, del minicuento en
Colombia.
A Humberto Jaramillo Ángel prolongar la Ruta del Quijote bajo la sombra
tutelar de Azorín, después de deleitarnos con líricos relatos. A Rodolfo
Jaramillo Ángel hacer el maravilloso anecdotario de la ciudad. A Antonio
Cardona Jaramillo exorcizar en “Cordillera”, los fantasmas que perturbaban el
sueño de sus conciudadanos. A Umberto Senegal desencriptar la enigmática
literatura oriental, además de proveer las letras nacionales de maravillosos y
poéticos relatos. A Jaime Lopera Gutiérrez narrar los hechos y desentrañar el
alma de los valientes que emprendieron la gesta colonizadora, incluida la imputación
de que toda La culpa es de la vaca. A Libaniel Marulanda contar Al son que le
toquen, las peripecias y vericuetos del espíritu calarqueño con sus bien
logradas estampas y perfiles, bajo los acordes marciales de su gran talento
musical que no opaca sino que emula con su brillante vocación literaria.
A Rodrigo Iván López deleitar al más exigente lector con su narrativa
incomparable, en espera de que publique su primera novela que ha terminado
cinco veces. A Iván López Botero asustar en cada temporada con su elocuencia
parlamentaria las faldas de monjas y obispos y a la burocracia cafetera, con la
amenaza de establecer el divorcio vincular, despenalizar el aborto o ponerle
contraloría al Fondo Nacional del Café. Al prologuista de la novela urbana de
José Nodier Solórzano o al tal Raigoza, de La Secreta, recrear, con precisión
de relojero suizo, los noventa y cinco barrios de la topografía calarqueña,
señalando sus calles y avenidas, en pos de Gloria Auxilio, su amada, a quienes,
ante sus fracasos amorosos, bien puede aplicárseles aquello que el
parlamentario Augusto Ramírez Moreno decía del famoso doctor Esteban Jaramillo
en el Congreso: “El señor ministro de Hacienda es como ese fetichista sexual
que acaricia las ropas de la mujer amada sin llegar nunca al yunque
aterciopelado donde se genera la vida.” A Noel Estrada Roldán registrarse como
el poeta alejandrino clásico por excelencia.
Al concejal Nelson Sabogal Vásquez, Chola, pronunciar, con suma
elocuencia, un discurso de dos horas sobre un tema que ignora absolutamente,
solo para dilatar el levantamiento de la sesión. A Carlos Alberto Villegas, ser
el más notable y estudiado crítico de ese universo mágico en que vivimos. A
Héctor Rojas Castro, Ernesto Osorio Vásquez y Alirio Sabogal Valencia,
convertirse en los representantes más conspicuos de la crónica regional.A Elías
Mejía Henao, consagrarse como el poeta mayor de la comarca en cuanto concurso
lírico se presenta. A Óscar Zapata Gutiérrez ingresar al Olimpo poético al
obtener el primer premio nacional en el concurso a la manera de Walt Whitman o
ingresar a la antología literaria con la descripción del único circo
calarqueño, el “Circo Cóndor”, que recorrió la geografía nacional bajo el techo
de una carpa y terminó copando, con sus integrantes, el escenario de la
política municipal. A Esperanza Jaramillo no solo continuar con magnificencia
el legado de su estirpe sino mantener indemne el prestigio poético de la
ciudad. A Jamid Albén Jaramillo dejar oír el eco de las trompetas que refractan
la voz de la poesía social.
A Argelia Osorio de Henao, a Marta Lucía Usaquén a Nelson Ocampo Osuna y
a Jorge Julio Echeverri, convertirse en la guardia pretoriana del Pathos
literario de los calarqueños. A Abel Ortega, José Noé Torres, Rosalía
Campuzano, Hernando Jiménez y Rosemberg Ceballos, darnos, con maestría de
prestidigitadores, una policromática sinfonía de estampas y paisajes del
entorno.
Ese mismo universo mágico le permitió Guillermo Vanegas ser músico, compositor
y guitarrista de alto vuelo. Y a Óscar Aristizábal y a Fabio Echeverri cultivar
el bel canto.
Por ello alguien dijo, no sin razón, que cuando un calarqueño quería leer un
buen libro, simplemente lo escribía.
Los escenarios de la creación literaria
Son numerosos los pueblos, lugares o ciudades que han ingresado con
honores en la literatura o en la historia universal, para quedar allí
consignados para siempre. Al fin y al cabo ambas actividades está regidas por
una necesidad común: un escenario delimitado para desarrollar el encanto
creador.
Unos serán creaciones de la imaginación como Macondo en la obra de
García Márquez o el municipio de Marcelia en la cuentística de Libaniel
Marulanda. Otros, transmutados de la propia realidad por la fantasía del autor,
como el Dublín de los primeros años de Joyce o el Nueva York del “Mannhattan
Transfer”, de Jhon Dos Passos, o Comala en “Pedro Páramo” de Juan Rulfo, o el
París de “Los Miserables de Víctor Hugo” o de André Breton en la historia de
“Nadja” o la Habana Vieja, en la obra de Hemingway. Como con gran acierto lo
expresa el Nobel Vargas Llosa cuando afirma: “La buena literatura impregna
ciertas ciudades y las recubre con una pátina de mitología y de imágenes más
resistente al paso de los años que su arquitectura y su historia.” (Mario
Vargas Llosa, La verdad de las mentiras”, página 57).
Esa es la Calarcá mítica que queremos. La ciudad de nuestros sueños,
aquella que está grabada para siempre en la memoria colectiva y en nuestros
corazones, que a lo mejor es la realidad cotidiana transmutada por nuestra
fantasía.
Por eso poco importa que sus calles se hayan teñido de rojo en el
desencuentro fratricida de un instante oscuro, por fortuna superado, que
siempre condenamos, ni que del parque principal hayan desaparecido sus
guayacanes en flor para darle paso a la piqueta postmodernista, en donde bajo
la batuta de don Anacleto Gallego o del maestro Riascos, se celebraban las
retretas semanales, para contentamiento de los jóvenes enamorados, ni que un
terremoto haya herido de muerte el optimismo colectivo.
Puesto que la buena literatura y las artes nos salvarán de las
insatisfacciones padecidas, mientras allí se realicen eventos como el Encuentro
Nacional de Escritores, exista el Museo Gráfico y Audiovisual de Luis Fernando
Londoño, y se den conversatorios de música y poesía, con aroma de café, como
los celebrados en el Café –Concierto de los hermanos Darío Fernando y
Carlos Arturo Patiño de la calle cuarenta y uno.
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