Por: Jaime Lopera Gutíerrez. Presidente de la Academia de Historia del Quindío.
Publicado en el Diario La Crónica del Quindio. 20 de abril de 2014
En algún
momento de esta breve historia de Prela en Bogotá, Gabo me hizo sentir su
amistad cuando escribió, al dorso de una fotografía callejera tomada al frente
del edificio de Avianca, en octubre de 1960, “este soy yo con el cuate Lopera,
quien no quiere aprender a escribir cuentos.”
Con
motivo de la foto publicada en El Espectador (junio 12, 2009), en la cual
aparezco con García Márquez paseando por la carrera séptima de Bogotá, se me ha
solicitado una breve evocación de ese episodio cuando la fortuna me puso en el
camino del premio Nobel como su empleado en una agencia de noticias. Gabo era
subdirector de Prensa Latina, una delegación periodística cubana que se
estableció en Bogotá para contrarrestar las inexactas informaciones que daban
las agencias norteamericanas sobre el desarrollo de la revolución cubana.
Plinio Apuleyo Mendoza era el director; Consuelo, una hermana suya, la
secretaria; y con Iván Ocampo de la Pava y Eduardo Barcha, hermano de Mercedes,
la esposa de Gabo, oficiábamos como los “infladores de cables” y mensajeros de
la agencia.
El oficio
de inflador de cables consistía en hacer legibles los garabatos que le llegaban
por los audífonos a un operador de Morse, quien escribía a toda velocidad
en una Rémington vieja; enseguida nuestra labor era fechar y titular decentemente
y luego llevar esos mismos textos a los grandes diarios de la capital.
Años después observé que Mustio Collado, el anciano personaje de Memoria
de mis Putas Tristes, ejercía este mismo oficio tal vez como una reminiscencia
del paso rápido de Gabo por aquella agencia cubana.
El operador de radio, trabajaba larguísimas jornadas sentado frente a un
radiorreceptor donde recibía, desde La Habana, las noticias de ese país que no
aparecían en los despachos de las tradicionales agencias internacionales de noticias.
Muy a menudo, cuando el radio fallaba, hacíamos los cables en varias copias al
papel carbón y a punta de chuzografía (vale decir, con uno o dos dedos de cada
mano). Nuestro operador, el señor Norsa, era un experto en escribir su
jeringonza y nosotros, expertos en adivinarle los grafismos que él nos pasaba.
Hecho
este primer ejercicio de inflación del cable, que implicaba redactar
coherentemente, añadir conjunciones, utilizar las proposiciones y hacer el lead
de la misma noticia, nosotros mismos nos encargábamos de llevar el paquete de
noticias a los principales diarios de la capital. La siempre admirable
capacidad de trabajo de Plinio (que a menudo le dejaba poco espacio a la
iniciativa periodística de Gabo, de tal modo que éste siempre tenía tiempo para
dedicarse a sus espléndidas narraciones) se reflejaba en los reclamos que
solíamos recibir del director cuando hacíamos mal el oficio.
En algún momento de esta breve historia de Prela en Bogotá, Gabo me hizo sentir
su amistad cuando escribió, al dorso de una fotografía callejera tomada al
frente del edificio de Avianca, en octubre de 1960, “este soy yo con el cuate
Lopera, quien no quiere aprender a escribir cuentos”. En esa foto, publicada
primero en la revista Pluma que dirigíamos con Alfonso Hanssen y Jorge Valencia
Jaramillo, y luego en la revista Cambio, sobresale mi corbatín provinciano al
lado del escritor que habla y gesticula, vestido con su eterno saco a rayas
tropicales. La dichosa fotografía en blanco y negro, cuya copia le hice llegar
a Gabo a México con José Font Castro, es la misma que recientemente se ha
publicado en el diario de la capital.
Cuando
escribía, Gabo estaba siempre absorto en su oficio. Solía encerrarse en su
oficina mientras los operadores de radio reproducían los despachos y los
llamados “copywriters” hacíamos nuestro oficio bajo los titulares sugeridos por
el jefe máximo de la agencia, Plinio Apuleyo. En algún momento de la mañana,
ambos se reunían largo rato a platicar, a fraguar los envíos al exterior y
revisar los cablegramas ya impresos en los periódicos locales. En otras
ocasiones Plinio se ocupaba de atender por las tardes sus funciones como
eficiente coordinador de las juventudes del MRL, en tanto que Gabo regresaba a
su oficio discreto e imaginativo.
Allí, cerca de Prensa Latina, existía el famoso café Excelsior, donde se reunía
la plana mayor del MRL, los redactores y políticos del semanario La Calle, y
los poetas y escritores de la revista Mito. No obstante, Gabo prefería el café
Los Cardenales, en la misma calle 18 con séptima, cuyo propietario era un
simpático ansermeño que contrataba a unas bellísimas meseras de su tierra y nos
dejaba escuchar tangos y música de carrilera. Allá en el fondo del café,
solíamos ver a Jorge Trejos enamorando a una mesera, con una paciencia
inagotable y sin esperar nada a cambio.
A veces,
cuando la tertulia se volvía alcohólica después del almuerzo, algunos
regresábamos después del trabajo y nos quedábamos hasta muy entrada la noche,
oyendo recitar a Carlos Lemos Simmonds (cuando aún tenía el carné del PC),
escuchando las disertaciones de Ramiro Montoya, Estanislao Zuleta y Mario
Arrubla; o consintiendo el malhumor de Ugo Barti, fundador de la primera
revista de cine, Guiones, que no dejaba de contradecir con el guionista y director
Carlos Álvarez Núñez. Ya Gabo hacía rato que se había retirado del café,
retornaba a la oficina de Prela y se encerraba el resto de la tarde a escribir
y escribir como un bendito. Su tesón y su disciplina eran indomables, y en
ellas ha radicado su éxito. Solo una vez me dejó leer un manuscrito, pero nunca
pude decirle nada pues ni siquiera levantó la cabeza cuando le devolví el
libro.
En una ocasión en que Gabo estaba en Barranquilla, alojado en el Hotel Prado,
se encontró con Alberto Aguirre, a la sazón propietario de Aguirre Editor,
quien le compró el cuento El coronel no tiene quien le escriba, ya publicado en
la revista Mito, por trescientos cincuenta pesos que firmaron al borde de la
piscina en una servilleta de papel, como lo recuerda Fernando Jaramillo en su
blog Memorabiliaggm de Internet. Por aquel entonces, ya contratado por Prensa
Latina en Bogotá, empezó a escribir su nueva novela.
Trabajaba
con mucha disciplina en su oficina de la calle 18 de Bogotá. Cierta vez, de
manera inexplicable pero generosa, Gabo me dio a leer esa novela que ganó el
Premio Esso de Literatura y que había titulado Este pueblo de mierda1. Por este
título se derivaron otros problemas: al parecer la Academia Colombiana de la
Lengua pidió al escritor que cambiara el título y dos palabras del texto
(“preservativo” y “masturbar”); pero la Esso, dueña de los derechos, ya había
enviado el manuscrito para su impresión en España, con la desventura de que
allí los puristas del lenguaje cambiaron las expresiones coloquiales de la obra
y, como dijo el mismo García Márquez, prácticamente le doblaron el libro al
español. Dos años después, en 1962, Gabo publicó La mala hora en Ediciones Era
de México, donde ya vivía, restituyendo el lenguaje original del libro.
Cuando recibí de sus manos el manuscrito de aquella novela para darle una
hojeada, me sentí un poco abrumado. En mis desvelos, mientras pasaba páginas y
páginas, traté de copiar varias veces su estilo con el objeto de familiarizarme
con el texto antes de exponerle después unos comentarios que por lo menos
fueran descriptivos y juiciosos. Estoy seguro que deseaba responder a su
confianza. Entonces veladamente recurrí a una amiga pereirana, Danner Bernal de
Monzien —cuyo marido, un alemán tierno y grande, le había estimulado aficiones
literarias—, para que hiciera mi oficio de “crítico” de tal modo que yo pudiese
responder con suficiencia a las preguntas del autor.
Una
semana después, cuando le regresé el manuscrito y estaba preparado para darle
un discurso con las observaciones de Danner en torno a la novela, Gabo estaba
tan embebido en alguna lectura que solo levantó la cabeza para decirme gracias
y volvió a lo suyo. Desde entonces cargo con ese pecado del silencio,
cuyo exorcismo se recupera con esta nota, pero de cualquier modo no he dejado
de sentirme siempre ufano por una oportunidad inigualable que hoy cobra una
importancia extraordinaria, como la foto, dentro de los sucesos de mi vida.
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