Nodier Botero J. Miembro de la Academia de Historia del Quindío.
Publicado en el diario La Crónica del Quindío, 14 de septiembre de 2014
Desde la antigüedad griega, la narración de la historia se ha
constituido en un agregado de relatos sobre hechos vividos, individuales y
colectivos.
El hecho histórico como objeto de estudio, o de análisis
filosófico, cambia a medida que cambia la realidad existencial y que fluctúan
las percepciones de los historiadores sobre las formas de la realidad. De la
misma manera cambian permanentemente las concepciones de la verdad, de manera
que de la veracidad histórica lo primero que puede inferirse es su condición
contingente, su carácter de provisionalidad, al igual que lo ha predicado Karl
Popper de la verdad científica.
El objeto de la historia son los hechos, lo que acaece (res
gestae). El objetivo de la historia es la relación de lo acaecido (historia
rerum gestarum). De manera que la menor o mayor aproximación que la narración
(o relato) histórica puede alcanzar entre el objeto y el objetivo, constituye
uno de los grandes tópicos de la crítica histórica, o sea el asunto de la
verdad de lo relatado. Es en este aspecto donde entra en juego la llamada
“verdad del observador”, o perspectiva desde la cual se refieren los hechos.
No puede negarse que, por ejemplo, la perspectiva histórica del
poder y del gobierno constituye una mirada histórica completamente distinta a
la de los académicos, o a la que puede llamarse perspectiva popular. Michael
Foucault y los investigadores de la historia se refieren a una “verdad
oficial”. En esta dirección, Hegel encuentra que en lengua alemana la palabra
historia en sus connotaciones permite distinguir un aspecto objetivo (res gestae)
y un aspecto subjetivo (historiam rerum gestarum), en su “Filosofía de la
historia”. Con base en este ideario filosófico nos ocupamos enseguida de la
naturaleza del hecho histórico.
El hecho histórico en la perspectiva
tradicional
Desde la antigüedad griega, la narración de la historia se ha constituido en un
agregado de relatos sobre hechos vividos, individuales y colectivos.
Aristóteles en su “Poética” estableció la distinción entre los hechos reales
(de la historia) y los hechos imaginarios o posibles (de la poesía). Lo cual no
le impidió concluir que la poesía (la literatura) es más filosófica que la
historia. Heródoto, Tucídides y Jenofonte narraron sobre todo acciones, sucesos
y situaciones que ellos mismos presenciaron y cuyo espíritu compartieron, por
lo cual lo que resultaron haciendo fue trasladar dichos sucesos al “reino
mental de la representación”, al disponer estos hechos como un producto
conceptual, tal como lo ha testimoniado Hegel. Cuando el filósofo prusiano
distingue en la “res gestae” el aspecto objetivo de la historia, da a entender
que los hechos de la representación de la historia no son todas las cosas
ocurridas, sino sólo aquellas que “son dignas de ser salvadas del olvido” (A.
Koyré); o las que alcanzan a ser objetivadas como resultado de la acuciosidad
investigativa del historiador.
De manera que una historia total (de todos los hechos) puede
considerarse como una utopía; aunque una tendencia historiográfica del siglo XX
se propuso estudiar el todo histórico, o el conjunto de una cultura, o de una
civilización, como objeto de la historia. En este caso la operación intelectual
supone pasar de los hechos a las grandes estructuras culturales e ideológicas
que determinaron dichos hechos. Pero debe entenderse que la objetivación
extensiva de lo contado se logra naturalmente con el sacrificio de las
naturales exigencias de objetividad. Hegel sintetiza así su punto de visa sobre
la cuestión: “Una historia que se propone abarcar largos períodos o toda la
historia universal debe, de hecho, renunciar a la expresión detallada de lo
real, sintetizarse mediante abstracciones; no sólo en el sentido de que queden
descartados sucesos y hechos, sino en el de que la compilación se haga
atendiendo a una idea”. Se trata de una actitud constructiva que produce como
consecuencia unos resultados naturales: si el historiador amplía o reduce la
escala de observación aprehende mayores o menores realidades históricamente
significativas. Es el caso de las tres obras monumentales de la historiografía
del siglo XX que nos han legado O. Spengler, A. Toynbee y Fernand Braudel.
La historia monumental
Oswald Spengler en su obra “La decadencia de Occidente” expone la visión
germánica del asunto de un lado; y de otro, se presentga la concepción de
Arnold Toynbee, perspectiva anglosajona del mismo problema, que aparece expresa
en los volúmenes que componen el trabajo enciclopédico sobre “Un estudio de la
historia”. El primero, Spengler, privilegia a la cultura como ser viviente,
ausculta su filosofía, propone la idea del desarrollo espiritual como un
eslabonamiento del presente con el pasado, se revela pesimista por el rumbo que
ha tomado dicha cultura en su tiempo (Alemania hitleriana), pero resalta
igualmente su vitalismo espiritual, expresado como una fase ascendente (kultur)
y propone a la civilización como un período descendente que preludia un
agotamiento y una extinción.
Por su parte Toynbee, más orientado por un optimismo cosmológico,
propone su teoría de la sociedad y de las civilizaciones, de los valores que
ellas representan, de las condiciones de raza y contorno que determinan a las
organizaciones políticas donde se gestan estas civilizaciones, establece
esquemas de comparación entre las antiguas y las modernas, a fin de proclamar
las líneas orientadoras que la humanidad ha ido construyendo progresivamente en
este sentido.
En resumen, Spengler (y los germánicos) expresan un ideal de
cultura humanística, vivencial, profunda y trascendente que tiene como su
máximo ideal el perfeccionamiento humano; en la otra dirección, Toynbee (y los
anglosajones), relieva las conquistas prácticas de la civilización, los
adelantos de la ciencia y todos los avances de la humanidad que se resumen en
las ideas del desarrollo y del mejor ordenamiento social. Cómo no reconocer que
ésta “relación de lo acaecido” contenga sustanciales logros en la tarea de
comprensión de la historia.
Fernand Braudel en su obra “El mediterráneo y el mundo
mediterráneo en tiempos de Felipe II”, reconocida como uno de los grandes hitos
en la historiografía del siglo XX y convertida en un paradigma de la
investigación histórica, toma como objeto de estudio al mar Mediterráneo
(“llanura líquida” lo llama) y como objetivo de la narración a múltiples
elementos relacionados con el mismo: el medio ambiente y el clima de la
historia, las ciudades y las rutas, los destinos colectivos, las economías de
las regiones, el comercio y el transporte, los imperios, las sociedades y las
civilizaciones surgidos y florecientes en dicho entorno, las formas de la
guerra, la política de los hombres y muchos más sucesos. Se trata de una
investigación realizada a través de 12 años, fundada en el amor que tenía
Braudel por el objeto de estudio y aparecida dentro del ámbito propio de la
revolución historiográfica que comandó la escuela francesa de los “Annales”
durante buena parte del siglo XX. Al publicarse la obra, uno de los cargos
hechos a dicha escuela por los contrarios académicos fue la de “querer
totalizar la historia”.
La configuración de la estructura historiográfica
La relación de los hechos en una estructura narrativa de representación
configura la narración histórica, que se construye a partir de la definición de
un campo de observación, con teorías para interpretar esos hechos, con métodos
específicos, con apelación a diversas fuentes testimoniales, con aprioris
lingüísticos y retóricos (como lo ha estudiado Hayden White) y con los esquemas
conceptuales propios del investigador. Todo este conjunto de condiciones
configura el relato histórico, a partir de los datos obtenidos acerca de los
hechos. En relación propiamente con estos hechos (que se constituyen en datos
históricos) surge una gran reflexión sobre el contenido de la historia – que de
alguna manera se refiere a su ontología -. Se trata de esclarecer los motivos
que tuvo el historiador para preferir unos datos sobre los otros y, de manera
especial, de precisar sus criterios determinantes al entretejer u ordenar los
hechos en el modo narrativo de construir la trama, pues en el mundo de la realidad,
como lo ha apreciado Borges, lo que se presenta es una multitud de hechos
dispersos, sin ningún principio de unidad.
Tomás Carlyle en “Sobre la historia” al referirse a estos hechos
nos dice: “En la historia obrada no es como en la historia escrita: los
acontecimientos reales no están en modo alguno relacionados entre sí como padre
e hijo; cada acontecimiento individual deriva no de uno, sino de todos los
demás acontecimientos, anteriores o contemporáneos, y a la vez se unirá con
otros para dar lugar a otros nuevos: es un caos de ser eterno y permanentemente
se crean forma tras forma a partir de innumerables elementos”. De manera que,
una vez determinados los hechos del relato histórico y definido el campo de su
estructuración por medio de un conjunto de relaciones, “la trama perfila la
historicidad de los acontecimientos”.
Así mismo, esta trama formada por las que Hayden White denomina
“cadenas metonímicas semánticas”, es la que transforma la lista de
acontecimientos en “un discurso sobre los hechos considerados como totalidad en
evolución temporal”. Se entiende que esta posibilidad de escoger, de adecuar, y
de reordenar los hechos que en la realidad se presentan dispersos, es la que
hace que se le confiera condición de verosimilitud y de secuencialidad realista
a los relatos históricos pues, como lo ha discernido F. Nietzsche, en sus
escépticas reflexiones sobre la existencia de la realidad, el mundo se presenta
como ordenado y lógico sólo cuando el ser humano lo iguala y lo simplifica,
cuando lo “logifica” al comprenderlo en conceptos opositivos y clasificaciones
que clarifican el sentido de lo que es una realidad constituida por
acontecimientos dispersos. La forma de tramar los hechos, más que su propio
acontecer es, entonces, la que ayuda a conferirle significado a la narración
histórica.
El principio de la verdad histórica
La idea de lo “real” como verdadero, o de la verdad como resultado del hacer
(verum ipsum factum) que encontramos en la filosofía de la historia de G. Vico,
afirma un principio de correspondencia entre el mundo ideal y el mundo real:
“lo verdadero y el hecho se convierten el uno en el otro y coinciden” (verum et
factum reciprocantur seu convertuntur). Estas ideas que emergen dentro de una
atmósfera de optimismo epistemológico tan propia del iluminismo del siglo
XVIII, ya no aparecen tan luminosas entre los filósofos de la historia de
nuestros tiempos. Ahora, con los principios que privilegian la verdad del
observador, o la verdad formal, antes que la verdad de la realidad observada y,
en general, con el sentido relativizado de dicha verdad, la escritura de la
historia no puede quedar supeditada al designio de la verdad como
correspondencia fiel de narración y realidad. Por estas razones se supone que
cuando se acude al recurso formal de la conexión lógica de los hechos a partir
del principio de causalidad para ordenarlos en la trama, puede llegar a
producirse la impresión de verosimilitud, pero verdaderamente esta acción
a posteriori no ha cambiado la naturaleza de dichos hechos; sencillamente se ha
producido sobre ellos una operación formal de ordenamiento, a través de la cual
se nos induce la idea de realidad por medio de lo que es mero artificio
retórico.
Como en la narración histórica se trata de elaborar un relato con
formas discursivas que apoyadas en categorías epistemológicas y
noseológicas (acerca de lo objetivo, de lo verdadero y de lo verosímil) inducen
nuestra comprensión del mundo de la realidad, los principios de G. Vico de lo
real como verdadero y de lo ideal como real, que en el siglo XIX formuló Hegel,
dejan de ser en la historia narrada. Como compensación sicológica, en su afán
de ordenar la realidad (el caos del universo del que nos habla Carlyle) el
sujeto que lee la historia, y no pocas veces quien la escribe, se solaza
refiriendo los hechos históricos a su propia realidad existencial, a fin de
formarse la imagen complaciente de un mundo ideal. F. Nietzsche en un apartado
del texto “El ocaso de los dioses” y que él titula “La razón de la filosofía”
nos aterriza en el mundo concreto cuando afirma que: (1) la realidad es
apariencial, cualquiera otra forma de realidad es indemostrable; (2) el mundo
verdadero no es más que “una ilusión óptica moral”; y (3) nos vengamos de la
vida imaginándonos una fantasía, otra vida distinta y mejor que ésta. R.G.
Collingwood parece entender esto claramente, cuando reconoce que el intento de
saber lo que no tenemos manera de saber es un camino infalible para crear
ilusiones.
Por las razones expuestas, puede afirmarse que desde una perspectiva
epistemológica el relato de la historia es apenas un constructo humano que se
forma como producto de una serie de relaciones y no puede considerarse como un
objeto al que se pueda atribuir un “ser” (J. A. Maraval); siguiendo un
principio de la ontología de Heidegger podemos afirmar que el “objeto” de la
historia es un proceso, un “algo” que se construye en la temporalidad, es
decir, tiene existencia pero carece de esencia.
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