Por: William Ospina* Publicado en el diario El Espectador, 8
de agosto de 2010
Publicamos cuatro fragmentos escogidos por el autor de
este ensayo sobre la vida del Libertador, escrito para el Bicentenario de la
Independencia.
La política intentó convertirlo en
estatua, detenerlo en el mármol, pero su leyenda se fue extendiendo por la
historia, por el arte y por la literatura; bibliotecas enteras se llenaron con
sus hechos y con la reflexión sobre sus hechos; su obra y su vida merecieron
todos los análisis, fueron sometidas como pocas al examen del tiempo, y se
debate todavía sobre él como si estuviera vivo, como si estuviera a punto de
tomar cada una de sus decisiones. Pocos seres humanos llegaron a ser de tal
manera referente de todas las políticas y base de todas las doctrinas, por
pocos llegan a disputarse de tal modo las facciones más enfrentadas.
Pero, ¿qué le dio ese prestigio, y ese
aire de leyenda que roza lo sobrenatural, sino la sorpresa tardía de unas
naciones descubriendo que aquel hombre casi siempre había tenido razón? En este
punto el que estudia a Bolívar corre siempre el riesgo de idealizarlo: sus
hechos fueron tantos y tan decisivos, sus determinaciones tan pródigas en
consecuencias, y el escenario geográfico e histórico en que se cumplieron sus
hazañas tan difícil, que no sólo es posible encontrar justificación para muchos
de sus actos sino que el conjunto nos enfrenta al cuadro excesivo de una
voluntad ineluctable y de una reserva de energía sorprendente.
Para sus contemporáneos, presenciar el
espectáculo de su vida era enfrentarse a una cadena de acontecimientos y
decisiones a menudo inexplicables: era fácil, como siempre, interpretar
erróneamente sus intenciones. Pero la mayor parte de los seres humanos no tenemos
la historia como testigo y juez de nuestras acciones, el juicio final se nos
hace en privado y no tiene como testigo al mundo: Bolívar era un hombre
arrebatado por el genio o el demonio de la historia, y sólo la historia podría
dar el veredicto.
¡Qué vértigo de acontecimientos! El
joven que se niega a besar la cruz en la sandalia del papa y que sonríe a la
salida diciendo que si ese prelado lleva el signo de su fe en los zapatos es
porque seguramente no lo aprecia mucho; el muchacho opulento que convoca a un
banquete en París a una legión de personajes influyentes, políticos y
militares, seguidores de Napoleón, para descargar sobre ellos un feroz discurso
libertario contra el usurpador, y que pierde en un día la amistad de casi todos
ellos; el hombre que avanza entre la multitud por aquel París de callejones
jorobados de 1804 con el alma partida entre el odio por el emperador y la
admiración delirante por el héroe popular; el hombre que arroja a un cura de su
tribuna en una plaza en ruinas, ante la desesperación de la multitud, el día
del terremoto de Caracas, porque no puede admitir que alguien esté atribuyendo
a la revolución las catástrofes de la naturaleza, son menos desconcertantes que
el que sería Bolívar después.
Hay que verlo haciendo cabriolas sobre
un caballo ante un grupo de llaneros, y despertando con ello la indignación del
experimentado Miranda, quien sentía que esas indisciplinas no permitirían
formar nunca un ejército competente; hay que verlo apuntando en un amanecer con
su pistola al rostro de ese precursor de la Independencia, que había sido
además su gran amigo e inspirador, y hay qué verlo dejando a aquel padre en
manos de los enemigos españoles, que le darían el oprobio y la muerte; hay que
verlo aceptando un pasaporte salvador de las mismas manos que han encarcelado a
Miranda; hay que verlo en Barrancas, junto al Magdalena, después de la
catástrofe y del exilio, desobedeciendo las órdenes de su jefe el capitán
Pierre Labatut y llevándose las tropas hacia Tenerife y Mompox, y después en
Cúcuta darles la orden de avanzar hacia Venezuela, sin esperar la autorización
de sus jefes neogranadinos; hay que verlo exigiéndole a Mariño, quien había
rescatado media Venezuela, que se sometiera a sus órdenes y renunciara a
gobernar su república oriental; hay que verlo amenazando a Santander con que lo
condenaría a muerte, el día mismo en que se conocieron; hay que verlo en otra
ocasión pensando en poner sitio a Cartagena, que estaba gobernada por
patriotas; hay que ver centenares de acciones suyas, inexplicables para quienes
las presenciaban, para pensar que aquel hombre tal vez estaba loco.
Pero el que estudia corre el riesgo de
sentir que había método en su locura, que hasta en los momentos en que parecía
más delirante, la decisión que tomaba era la más acertada, entre lo posible, y
la más conveniente, no para sí mismo, sino para su país. Y si se medita que
aquel país en el que pensaba no existía aún, que aquella gran nación por la que
luchaba en realidad no existe aún, doscientos años después, uno justifica el
vértigo. Uno a veces termina pensando que Neruda acierta cuando dice que en
este mundo Bolívar está en la tierra, en el agua y en el aire, que Bolívar es
uno de los nombres del continente.
Los enigmas que su vida plantea no
acaban de ser resueltos por sus biógrafos. Éstos han logrado rastrear los
hechos con dedicación, a veces con admiración, a menudo con todo detalle. Y
todos no escriben el mismo libro: se complementan bien, se ayudan unos a otros.
Masur es más minucioso y académico, John Lynch es más sintético y persuasivo;
Masur nos dice que por atender asuntos personales Bolívar llegó tarde a una
batalla, como Marco Antonio, pero es Indalecio Liévano quien nos cuenta cómo se
llamaba ella. Nos cuentan todo con tanta minucia, y desde perspectivas tan
distintas, que nos sentimos cerca de comprender la razón de las sinrazones de
ese hombre asombroso.
Acabamos comprendiendo que en aquella
mañana de los cuarteles, cuando Miranda se asomó y vio a un oficial saltando a
lado y lado del caballo, haciendo cabriolas de jinete ante los rústicos
llaneros, cuando se acercó a sancionarlo por su indisciplina antes de descubrir
indignado que era el propio Bolívar quien estaba ofreciendo ese espectáculo, no
era Miranda quien tenía la razón. El veterano oficial, héroe de tres
revoluciones y jefe experimentado de grandes ejércitos, soñaba formar en
América armadas de disciplina prusiana, regimientos que se arrojan al horno
como figuras de cera a un solo golpe de voz, como los que a esa hora estaba
fundiendo Napoleón en los braseros de Europa. Pero Bolívar sabía que con la
arcilla de esta América no se podían amasar ese tipo de ejércitos, que su
primer deber era ser aceptado por esos rudos peones que lo sabían todo del
caballo y la lanza, y que nunca respetarían a un jefe que no fuera capaz de
hacer todo lo que ellos hacían.
Miranda había gastado su vida creyendo
que la libertad de su América la harían los acuerdos políticos: Bolívar sentía
ya que esa libertad sólo la alcanzaría la lucha de los pueblos, y que sus
protagonistas no serían ministros y diplomáticos sino esos mestizos y esos
zambos del morichal y de la ciénaga que parecían apenas emerger de la tierra
como criaturas adánicas, sin costumbres civiles, a los que les tocaría aprender
en la lucha lo que merece un ser humano y sobre todo lo que merece un
ciudadano. Miranda soñaba con la libertad de América, pero tenía el alma para
siempre en Europa.
Y también acabamos descubriendo que,
meses después, cuando, sin duda con las mejores intenciones, Miranda firmó el armisticio
con los españoles, estaba de verdad abandonando una lucha que ya comprometía a
millones de seres, y que, gracias a ese abandono, los dominadores no sólo
perpetuarían su poder sino que lo harían de un modo cada vez más humillante.
Sí, Bolívar habría podido permitirle que
se embarcara y se fuera al exilio, pero para eso tendría que ser jefe de algo,
y en ese momento no era más que un comandante derrotado que castigaba en el
último instante lo que él consideraba una traición. Él mismo no tenía segura la
cabeza y no tenía futuro alguno: allí sólo obraba su indignación: el
sentimiento de que su maestro e inspirador se había mostrado capaz, en un
arrebato de dignidad o de exasperación, de arrojar por la borda la lucha de
todo un pueblo. Miranda había sido nombrado jefe pero al parecer se creía dueño
de la revolución; creyó que podía entregarla sin consultar siquiera con sus
hombres. Hay que decir más bien que en ese momento, uno de los más terribles de
su vida, hundido en la desesperación de haber perdido el fuerte de Puerto
Cabello y desgarrado por la urgencia de recuperar el terreno perdido, Bolívar,
quien tiene fama de hombre impulsivo y a veces colérico, pudo haber disparado a
la cabeza del jefe que abandonaba la lucha, y más bien tuvo la contención de
exigir que se le hiciera un juicio, esperando, eso sí, que fuera fusilado. Los
españoles no le dieron tiempo de cumplir ese rito legal: en confusas
circunstancias se apoderaron de Miranda, y, al reducirlo a prisión, demostraron
cuán torpemente éste se había equivocado al confiar en ellos.
Dos semanas después, mientras Miranda
comenzaba su cautiverio final, trágico y sombrío, Bolívar, por intercesión de
su amigo el español Iturbe, estaba a punto de recibir de Monteverde un
pasaporte que le permitiría salir del país y sobrevivir al naufragio de la
Primera República, y fue en ese momento cuando el español dijo que el pasaporte
se le concedía por los servicios prestados al rey de España, al entregarles al
jefe de la revolución. Bolívar sintió un escalofrío. Aunque era lo que menos le
convenía, alzó su voz para decir: “Yo no arresté a Miranda para prestar un
servicio al rey, sino para castigarle por haber traicionado a su país”.
Todo estaba dicho. El funcionario, que
ya le extendía el pasaporte, lo retuvo de nuevo, pensando seguramente que a
aquel hombre más bien había que llevarlo a acompañar al otro en la cárcel.
Entonces la estrella que tantas veces salvaría a Bolívar a lo largo de una vida
de peligros incesantes, la misma estrella que lo retuvo en Jamaica en una casa
deshabitada mientras cerca de allí un proveedor de sus tropas era asesinado en
su hamaca; la misma estrella que lo recibió en Cartagena en 1812 cuando era
nadie, como Ulises; la misma que lo alumbró en Mompox, y lo llevó en dos
semanas a duplicar su tropa; la misma que le dio barcos y pertrechos en Haití
cuando era un desterrado lleno sólo de delirios; la misma que le propuso
locamente, ya con el llano libre, cruzar la cordillera impracticable y dar un
golpe inesperado a los españoles en Boyacá; la misma que alumbró su diálogo a
puerta cerrada con el jefe de los ejércitos del Sur en Guayaquil; la misma que
arrojó a su paso una corona de flores o de hojas de laurel desde un balcón de
Quito; la misma que con el rostro del amor le abrió la ventana al frío de
septiembre para que escapara a los puñales de sus amigos, en ese momento
iluminó a Iturbe para decirle al general Monteverde: “No le haga caso a este
calavera, y dele el pasaporte para que se vaya de una vez”.
* Poeta y novelista tolimense, columnista
de El Espectador, ganador del Premio RómuloGallegos 2009 por ‘El país de la
canela’ (Editorial Norma).
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