Pastor Adolfo Rojas Caicedo |
Por
Alpher Rojas Carvajal
Investigador
en Ciencias Sociales, Magíster en Estudios Políticos.
Una versión no completa de este artículo fue publicad por el Diario La Crónica del Quindío el 8 de noviembre de 2015
Una versión no completa de este artículo fue publicad por el Diario La Crónica del Quindío el 8 de noviembre de 2015
En la aciaga década de los años cincuenta del siglo XX, bajo los
regímenes encabezados por Laureano Gómez y Gustavo Rojas Pinilla -marcados por
inefables signos de terror-, la misión norteamericana de la iglesia
Presbiteriana Cumberland[1], presidida por Mr J. Kelson, llegó a Armenia con la finalidad de fundar
su congregación evangélica.
La misión designó como primer pastor a Adolfo Rojas Caicedo un teólogo
nacido en Filadelfia Caldas (1920-1957), proveniente de Cartago, en el norte
del Valle, donde además de ministro evangélico del lugar era profesor de inglés
y francés de un grupo de profesores en el Instituto Stedco.
De piel trigueña, estatura mediana, poseía una gran energía espiritual
que sus feligreses encontraban carismática. Rojas era un individuo amable y
generoso, enteramente dedicado al estudio de la ética cristiana y a la historia
de las ideas.
Su bien provista biblioteca calculada en tres mil volúmenes, le servía
de fondo a la práctica de cuatro idiomas y un dialecto indígena (el quechua) y
en apropiado escenario para ejecutar diversos instrumentos musicales.
Era un intelectual atento a los problemas de su tiempo, preocupado por
la circunstancia del entorno regional y nacional. Vivía en sintonía permanente
con su ambiente sociocultural, como en una liturgia nueva y necesaria. Se
sentía impulsado a establecer una relación activa y creadora con los asuntos de
la vida y la cultura.
Clamaba comprender la fe no como un sedante psíquico para atenuar el
estrés de la vida cotidiana sino como una práctica de resistencia y
transformación de sus realidades, de compromisos con la vida y la sociedad.
Un pariente lejano suyo, Manuel Rojas C, había sido presidente del
Concejo Municipal de Armenia en 1932, cuando la ciudad tenía sólo 40.000
habitantes y el límite norte estaba en Regivith. Era una población sobre la que
aún pesaban criterios premodernos religiosos y políticos expresados en estrictas
limitaciones a las libertades de pensamiento y de palabra.
Tras una gira por la campiña cafetera, en donde conoció a su esposa
Rosmira, asumió la conducción espiritual de su comunidad en Armenia con un
mensaje que pronto convocó a decenas de ciudadanos que advertían en su prédica racional
y sencilla señales de esperanza frente a la crítica situación de violencia.
“Tenía el don de hacerse querer de todo el mundo por su simpatía y su gran
cultura humanista”, comentaba don Aníbal Nichols propietario de una actualizada
librería en cercanías de la plaza Bolívar, sobre la carrera catorce.
En momentos en que la enrarecida atmósfera de sectarismo político y
fanatismo religioso arreciaba con signos de fundamentalismo irracional, el
reverendo Rojas propuso desarrollar diálogos públicos con las jerarquías
católicas, con el propósito de buscar un clima de convivencia entre la
ciudadanía.
Su pedagogía pacifista debía conducir
al entendimiento entre contradictores para “convivir en la diferencia”, razón
por la cual esperaba que los “profetas de la regresión”, se
sintonizaran con el lenguaje conviviente de la biblia, que preconizaba la vida
como un bien sagrado.
Y aunque hubo algunos encuentros interreligiosos, los jerarcas católicos
no se atrevieron a contrariar el régimen, subordinados como estaban a las
decisiones del sistema.
“Necesitamos –le escribió al padre José Londoño Botero- encontrar la forma,
no solo de luchar unos contra otros civilizadamente en torno a los respectivos
ideales, sino debatir sobre ellos partiendo de unos principios más profundos de
moralidad personal y política que todos podamos respetar (…) Piense usted,
estimado P. Londoño que la nuestra puede llegar a ser una democracia saludable,
así no haya consensos, si prevalece una cultura del debate”.
Los alcaldes de Armenia, el coronel Antonio Cote Cote (1954/55) y Jesús
Herrán Salazar (1956), llamaron la atención del predicador habida consideración
de que en el servicio dominical éste hacía públicas las listas y las
circunstancias en que estaban siendo masacrados y cruelmente torturados los
campesinos y obreros evangélicos.
El padre de dos jóvenes estudiantes -Amparo y Winston Henao- fue
decapitado.
Durante la ceremonia, del ataúd se desprendían como estalactitas
líquidas hilos de sangre.
Adolfo Rojas había estudiado la etiología de los actores criminales y
empezaba a advertir allí las raíces de una no disimulada persecución religiosa,
que denunció en su ardorosa oración fúnebre.
Las elites hacendarias y los finqueros conservadores -vecinos de
Alcalá, Cartago, Filandia y Pijao-, conspiraban para impedir la posibilidad de
que existiera una sociedad democrática que albergara profesiones religiosas
distintas a la católica.
El activismo político no le atraía pese a que fueron muchos los
ciudadanos que le sugirieron esa posibilidad, dada su fluida oratoria cristiana,
y su buen entendimiento de los asuntos públicos.
Quien si atendió el llamado fue su más cercano amigo y correligionario
Primitivo Correal Barrios, eminente médico, que llegó a ser Senador de la
República.
Rojas, no era ajeno al análisis de situaciones ideológicas y a formular
observaciones críticas al ejercicio partidista y a los factores causantes del
sufrimiento humano.
Tal vez por ello el púlpito de su iglesia fue el mojón estremecido
desde el cual libró su combate discursivo.
Su planteamiento filosófico buscaba que los ciudadanos encontraran la
luz que los emancipara de la enajenación sectaria y a contrarrestar todo lo que
les oscurecía el juicio e impedía el ejercicio autónomo de sus libertades.
En sus concurridos servicios dominicales planteaba la necesidad de
buscar la felicidad sin mezquinos propósitos: “ser feliz, es vivir bien en un
sentido ético, no empírico sino trascendental”.
El destino lo había situado en el escenario apropiado para que su voz
se levantara contra la desigualdad, la violencia y la exclusión autoritaria.
Alrededor del pastor presbiteriano se había formado un círculo
intelectual portador de una cultura de vanguardia que intercambiaba reflexiones
con sus pares de Pereira, Manizales y Cali.
Muy pronto, sin embargo, estos ciudadanos empezaron a ser tildados de
masones y marxistas y sus ideas demonizadas desde los altares pomposamente
decorados del catolicismo, marco de un boato ritual enajenante y hasta humillante.
Sus actividades eran cada vez más vigiladas por la policía secreta o “servicio
de inteligencia colombiano”, (por sus siglas SIC), a los que se les unieron
otras confesiones religiosas como los pentecostales, bautistas y adventistas,
entre otras sectas llamadas “protestantes”, que presentían en el mensaje del
nuevo pastor un motivo de adelgazamiento de sus respectivas congregaciones.
Vivió momentos muy difíciles, como aquellos en los que las procesiones
católicas con su apocalíptico trasfondo de estatuas, faroles y cruces
encabezadas por Monseñor Jesús Martínez Vargas (quien sería después el primer
obispo de la diócesis en el departamento del Quindío), un inteligente prelado
que se había institucionalizado y “acomodado” a las estructuras políticas
vigentes, orientadas por las lógicas de la riqueza y el poder como
racionalidades invasoras dominantes.
Las procesiones solían estar escoltadas por miembros de la fuerza
pública en manifiesta violación del principio de neutralidad y se convertían en
instrumentos de coerción al servicio de la iglesia católica.
Las grandes marchas hacían un alto frente a la iglesia presbiteriana
con las consignas de “Viva Cristo Rey”. En el cierre, grupos fanáticos
apedreaban el frontis de la capilla y pintaban letreros amenazantes (¡HEREJES.
VIVA LAUREANO!)
Durante estos desfiles en que la gente iba enlutada y blandiendo lanzas
y camándulas, la atmósfera se cargaba de trágicos presentimientos.
Las madres escondían a sus hijos menores ante la posibilidad de una
agresión y los sitios públicos cerraban sus puertas, tal era el pánico generado
en estas manifestaciones nocturnas, bajo la mortecina luz de la ´Eléctrica
Quindío´.
La argumentación de Adolfo Rojas era de naturaleza pacifista pero
combativa desde la perspectiva de la reflexión crítica,
siempre inspirada en la biblia –con enfoque crítico y analítico- y en el
pensamiento y los
presupuestos teóricos de la naciente ciencia sociológica.
El notable historiador de las ideas Walter Benjamín, ejerció una influencia importante sobre su
pensamiento, cuyos estudios sobre estética y
filosofía de la historia tenía siempre
a mano.
En ocasiones su auditorio llegó a
escucharle referencias a los trabajos científicos de Galileo, Newton, Einstein y
Darwin para explicar el mito judeocristiano sobre la presencia del hombre en la
tierra, y el debate entre la creación y la teoría de la evolución natural.
Frente a las encontradas teorías, asumió la posición de un eclecticismo crítico.
Sus presentaciones eclesiásticas
eran responsablemente preparadas como si se tratara de un auditorio de catedráticos
universitarios, pero expresadas en un lenguaje sencillo, fáciles de comprender
hasta por el más humilde ciudadano.
Una cita que aparecía a la cabeza
de sus presentaciones escritas, registrada con su elegante caligrafía método palmer, indicaba la hondura de
sus reflexiones: “El pensamiento debe ser crítico y reflexivo. Crítico no como
negación directa de la realidad, sino como renuncia a una aceptación
irreflexiva de la realidad (social) tal y como se nos presenta”. (Anotación en
el libro ´Esencia del cristianismo, crítica filosófica de la religión´, de
Ludwig Feuerbach, a cuyo pie escribió: “pronunciase Foierbag”).
A su servicio pastoral concurrían ciudadanos del común, campesinos y
obreros “convertidos” al cristianismo por diferentes vías.
También participaban docentes, médicos, jueces y familias distinguidas
de Armenia como los Correal Barrios, Aristizabal, Escamilla, Torres, Melo,
Jaramillo y González. Era en este “sermón” en el que el ilustrado predicador presentaba
sus mejores reflexiones que tanto desde su formalidad como en su contenido
convocaban la meditación colectiva sobre la realidad nacional y la búsqueda de
la paz.
Pero en 1957, el lunes 28 de enero, con el fin de buscar las
herramientas requeridas para la construcción de la iglesia Presbiteriana en
Pereira, descendió al sótano del templo situado en la carrera 15 N° 16-39 (donde
todavía funciona)
Con sorprendente agilidad alzó la pesada tapia de la bóveda, perdió el
equilibrio y cayó adentro de la oscura boca sobre un lodo de maderas
putrefactas que expelían gases letales por la humedad acumulada de diez años.
Los cuerpos de emergencia tardaron más de una hora en llegar, no
obstante el corto recorrido de apenas nueve cuadras.
Sus pulmones no resistieron, pese a que cuando lo recogieron sus signos
vitales aún estaban activos y podría haber sido reanimado con primero auxilios.
El hospital San Juan de Dios estaba controlado por la iglesia católica
y el acceso a la sala de urgencias tuvo demoras injustificadas.
Según los testimonios sus últimas palabras fueron “¡Ay, se me fue el
mundo!”.
A su sepelio, concurrieron los habitantes de Armenia en una conmovedora
manifestación de pañuelos blancos y aplausos prolongados, que lo siguieron
hasta el cementerio de Pereira en donde finalmente su cuerpo fue sepultado,
porque allí desconocían su filiación religiosa.
Para sobrevivir con sus tres pequeños hijos su joven viuda Rosmira
Carvajal Giraldo debió poner en venta el patrimonio bibliográfico de su
compañero libro por libro a precios de feria. A la hora de su fallecimiento
adelantaba la proyección de un texto denominado provisionalmente Teoría y práctica de la igualdad en el
evangelio.
Fluidas romerías de estudiantes de los colegios Rufino José Cuervo y
San José, intelectuales y coleccionistas reconocidos, adquirieron con
extraordinaria avidez libresca la mayoría de tomos de la selecta biblioteca.
Sólo unos cuantos libros quedaron bajo inventario en el Colegio (evangélico)
Jorge Isaacs de Armenia, situado entonces en el barrio Berlín, al occidente de la
“Ciudad milagro”.
[1] La Iglesia Presbiteriana
Cumberland se organizó en el condado de Dickson, estado de Tennessee, EE.UU.,
el 4 de febrero de 1810. En su texto de historia de vida a profundidad, Juegos de Rebeldía, el historiador
Medófilo Medina, hace referencia, a “la presencia inicial de los protestantes
en Colombia, la cual se remonta a los años veinte del siglo XIX y está
relacionada con la introducción del sistema de vida lancasteriano en las
escuelas. Diego Thompson, uno de los maestros formados por Lancaster, arribó a
Bogotá en 1825. En 1861 se estableció la iglesia presbiteriana en el país”.
Notas de la AHQ:
(a) La Academia de Historia del Quindío considera de especial importancia artículo de Alpher Rojas Carvajal por cuanto devela información valiosa sobre el pensamiento religioso de sus pastores y los hechos que determinaron el asentamiento de iglesias diferentes a la católica a mediados del siglo XX en Armenia. Esta clase de documentos permiten una mirada diferente que nos ayuda a construir nuestro pasado y a interpretar los hechos que moldearon nuestra sociedad.
(b) El Pastor presbiteriano Adolfo Rojas Caicedo y su señor esposa Rosmira Carvajal, falleda en junio de 1994, fueron los padres de Alpher Rojas Carvajal y de sus hermanos Gustavo (q.e.p.d.) y Eisler Olifve.
(c) En un correo
electrónico (09-11-2015) dirigido al escritor Gustavo Páez Escobar y compartido
por él, sobre el legado de su padre, el autor dice: “De los trabajos
intelectuales de mi padre, especialmente bíblicos, filosóficos e históricos
tengo once carpetas y 32 libros con notas al margen e insertos críticos que
estoy ordenando para ponerlas bajo el cuidado de la Biblioteca Nacional. Un
trabajo ampliado de la nota publicada ayer en La Crónica está proyectado para
su publicación en la revista de Sociología de la Universidad Nacional de cuyo
depto de Ciencias Sociales soy egresado. Gracias por tu interés en el tema, al
cual le falta un gran desarrollo en el centro del país.”
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